Posteado por: B&T | jueves, febrero 28, 2013

«El Cura Hidalgo de rodillas» por don Salvador Abascal Infante

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Título: El Cura Hidalgo de rodillas
Autor: Salvador Abascal Infante
Editorial Tradición 1996. Publicado aquí sin el consentimiento expreso del autor. Imágenes y comentarios añadidos.

Miguel Hidalgo

«El cura Hidalgo que Schulemburg imaginó… ese no existió»

En El Universal del 26 de junio de este año [1996] declaró Mons. Schulemburg textualmente:

«Todos sabemos y entendemos por qué el que inició la independencia empuñó la imagen de la Guadalupana».

Que esto «no fue fortuito», porque «Ella es símbolo de unidad, de paz, amor y justicia». Que:

«Por eso no debemos dejar que fuerzas raras o extrañas nos quiten a la Virgen de Guadalupe, que es lo más importante para este país».

Añadió que:

«Santa María de Guadalupe siempre ha trabajado por el bienestar de nuestra ciudad, de los pueblos y de toda la nación».

Finalmente, «reveló que se siente tranquilo, en paz y muy saludable», sin agregar el cristiano «gracias a Dios».

O sea que, ¿gracias al burgués golf?, no tiene para cuando renunciar, no obstante que no cree ni en que Juan Diego haya existido ni en que la sacratísima pintura de la Guadalupana sea celestial. Cree que es ella una imagen de la Virgen como cualquiera otra, y que vale por el culto que se le rinde desde hace 4 siglos y medio: garrafales errores que refuté en La Hoja de Combate de Junio.

Tan ignorante en la historia de Juan Diego y de la dicha Pintura es Mons. Schulemburg como en la historia del a vida y de la revolución del Cura don Miguel Hidalgo y Costilla.

Desde luego ignora que esa revuelta, muy mal pensada, y su desarrollo, desastroso, no constituyen una iniciación de la independencia de México, sino precisamente lo contrario: su retraso, y con terribles consecuencias que aún no se han superado. Porque no izó Hidalgo la imagen de la Guadalupana como insignia de «unidad, de paz, amor y justicia», sino como bandera de odio y exterminio.

El verdadero Hidalgo y Costilla Gallaga y Villaseñor era criollo puro por los cuatro costados, con una mezcla de los más distintos temperamentos españoles, predominando, culpablemente, por falta de ejercicio de dominio de las pasiones, más que la impetuosidad, que en un verdadero carácter es serena y dueña de sí misma -y tanto más cuánto mayor es el peligro-, el atolondramiento más desquiciado. Sólo el más rotundo fracaso, más que el de la nación, el muy personal, y la certeza de que va a ser fusilado y de que comparecerá en tal minuto y tal segundo, sin el menor retraso, ante el Tribunal de Dios, lo harán reflexionar, lo equilibrarán y salvarán. ¡Providencial pena de muerte decretada, conminada y ejecutada sin dilaciones!

Miguel nace en la Hacienda de San Diego Corralejo, al oeste de Cuitzeo, al noroeste de Pénjamo, el 8 de mayo de 1753. Y se le bautiza en Cuitzeo de los Naranjos -no de fulano o zutano-, con el nombre de Miguel Gregorio, Antonio Ignacio. Cuitzeo significa «donde abundan los zorrillos». Y Miguel Hidalgo será, no un apestoso zorrillo más, sino un atildado «zorro» -de gallinas de ampona falda talar seductor-, como se le calificará desde que sea afortunado estudiante en el Colegio de San Nicolás de Valladolid. Aunque no será tan zorro que no se le eche de ver.

Terminada por su propio violento padre su instrucción primaria en el bello y apacible Corralejo, aquél lo llevó al Colegio jesuita de San Francisco Javier de Valladolid.

Antes de cumplir él los 9 años murió su dulce y agobiada madre doña María Gallaga y Villaseñor de Hidalgo y Costilla, el 15 de abril de 1762. Pasó luego una temporadita -mientras se le soportó- con su tía María Costilla, de fuerte genio, en la Hacienda de La Junta de los Ríos, poblada de naranjos y otros árboles frutales y de innumerables pajaritos.

Desgraciadamente, los Jesuitas son expulsados en junio de 1767: magistral golpe masónico para ir poniendo en el Imperio Hispano-Indio la base de la total secularización de la sociedad: el laicismo escolar. A la sazón Miguel tiene 14 años, un mes y diecisiete días. Su maestro el Padre Don José Antonio Borda no alcanzó a ayudarle a encauzar su carácter, demasiado extravertido y sensual, y por sensual y extravertido, violento, y astuto cuando le era conveniente serlo, sobre todo ante situaciones que por su edad no le era fácil dominar, ansiándolo.

Seguramente oyó casi secretas y duras críticas de la gente sencilla por la inicua expulsión. Y tuvo conocimiento de las amenazas del Virrey Marqués de Croix:

«Me veré obligado a usar del último rigor y de ejecución militar contra los que en público o secreto hicieren con este motivo conversaciones, juntas, asambleas, corrillos o discursos, de palabra o por escrito, pues de una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España que nacieron para callar y obedecer, y no para discutir ni opinar en los altos asuntos del gobierno».

Alumno del Colegio de San Nicolás en 1768, allí tuvo que oír lo mismo a los partidarios de los Jesuitas que a sus detractores, que no eran pocos ni tibios. Y supo también, sin cifras exactas, de la cantidad de indígenas ahorcados -85-, azotados -73-, enviados a presidio por distintos periodos -674-, y exiliados de sus pueblos, dentro de la Nueva España -117-: en total 949 castigados, no por motivos de verdadera insurrección, sino de simple protesta aunque airada.

Sin embargo, con el transcurso de los años y sin atentados del gobierno contra el régimen político-social de protección de los pueblos indígenas, dueños de sus tierras de labor y de sus ejidos, vuelve la calma a los espíritus y se rehace o se consolida el amor de los mismos indígenas a la monarquía y al Rey en cuanto tal, sin que vaya a sufrir mengua por el cautiverio, en poder de Napoleón, de Carlos IV y de Fernando, que será «el Deseado«, sinceramente «deseado«.

Inteligente, muy inteligente, y estudioso, Miguel «ocupó invariablemente el primer lugar en sus clases». (Substituciones de Cátedras y lugares del Colegio de San Nicolás, de 1724 a 1830: publicación del Archivo General de la Nación, sept.-oct. de 1930.)

Desgraciadamente, el criterio de los maestros de Hidalgo no era el criterio tomista, sino lleno de dudas y de soluciones a medias, cuando no francamente erróneas, contagiado y teñido de jansenismo y filosofismo, herético maridaje del siglo XVIII.

Inducido por un condiscípulo libertino, con quien trabó íntima y «escandalosa» amistad, «mantuvo una comunicación escandalosa en Valladolid», y una noche se salió del Colegio «por una ventana de una capilla» (textos citados por don Ezequiel A. Chávez en su Hidalgo, p. 17), por lo cual se le expulsó. Todo lo cual significa que desde muchacho fue un cínico mujeriego. Nada más. Y digo que nada más para que no se piense de él algo peor. Era, como entonces se decía, un «calavera«. Y lo será toda su vida.

Pero, ambicioso, logró graduarse de Bachiller en Artes en la Universidad de México, el 30 de marzo de 1770, teniendo sólo 16 años, 10 meses, 22 días; y de nuevo en México habiendo cumplido sus 20 años, gallardamente se gradúa de Bachiller en Teología el 24 de mayo de 1773. Y siguió estudiando, sostenido por su padre -que vuelve a casarse en 1775- hasta «poder hablar y escribir no sólo en latín y castellano, sino también en francés y aun en otomí, mexicano y tarasco». (Ezequiel A. Chávez, basándose en el Dr. De la Fuente y en Don Lucas Alamán.)

Olvidado su pasado de estudiante, tuvo a su cargo en el Colegio de San Nicolás un curso completo de Artes, del 18 de octubre de 1779 al 14 de febrero de 1782.

Desgraciadamente, sin vocación sacerdotal, sin pensarlo, por atolondrado, consigue ser ordenado presbítero en 1778 o 1779, a los 25 o 26 años de edad.

En agosto de 1782 consiguió, como substituto, la cátedra de Prima de Teología, que desempeñó también en 1783.

Luego, catedrático propietario de Teología Escolástica desde marzo de 1787, este mismo año y los dos siguientes fue Vicerrector, Secretario y Tesorero del Colegio. Y en 1790 obtuvo además la cátedra de Moral y la Rectoría del Colegio.

En 1784 había presentado, en un concurso abierto por el Deán de la Catedral de Valladolid, una disertación «sobre el verdadero método de estudiar Teología Escolástica», en la que, sin siquiera elegancia literaria, desbarra lamentablemente, afirmando que la Teología escolástica, fundada «en las formas substanciales y accidentales de Aristóteles», no había producido más que perniciosos efectos en las escuelas y en el seno de la Iglesia. Superficial, es amigo de lo nuevo, creyendo que por nuevo constituye un verdadero progreso.

Pero ¿por qué tiene que renunciar a la Rectoría del Colegio de San Nicolás y aceptar el curato de Colima, a la sazón de última categoría? Por dos delitos: desordenado en el manejo del dinero, sale desfalcado en sus cuentas de Rector ¿por jugarlo a la baraja con cierta frecuencia?, porque este vicio tenía; y se le abre el correspondiente proceso, más un proceso de «vita et moribus» en la Curia diocesana.

Era un sacerdote abarraganado, pues acababa de tener dos hijos, uno tras otro, un niño y una niña, de doña María Manuela Ramona Pichardo. No eran cuates; luego años tenía de mantener un amor sacrílego con una señora de la sociedad de Valladolid. El escándalo era mayúsculo. La niña, Agustina, casaría con el famoso guerrillero Encarnación Ortiz, El Pachón, y el niño, Luis Mariano, llegó a ser Teniente Coronel.

Sale de Valladolid a fines de 1791, y toma posesión del curato de Colima el 24 de marzo de 1792. Compra una casa para vivir en ella; pero el 22 de noviembre deja el curato, regala su casa al Ayuntamiento del lugar y se vuelve a Valladolid. ¿La regala por no poder venderla? ¿O para hacer méritos?

¿Por desprenderse de él? fray Antonio de San Miguel, Obispo de Michoacán, logra que el Rey nombre a don Miguel párroco de San Felipe Torres Mochas, importante curato del cual toma posesión el agraciado el 24 de enero de 1793. Iba a cumplir 40 años.

Diez años y diez y medio meses después transcurrieron de frecuentes viajes a lugares más o menos cercanos, y sobre todo de bailes y diversiones como la representación de comedias por el Cura escogidas, entre las cuales destacó El Tartufo de Molière, por el propio Cura traducida del francés.

El meollo del Tartufo está en la siguiente conversación. Eldemira le pregunta a Tartufo:

«Pero ¿cómo consentir en lo queréis, sin ofender al Cielo, del que a todas horas habláis…? A lo cual responde Tartufo:

«Yo puedo disipar esos temores ridículos, señora: el cielo prohíbe en efecto ciertos goces; pero se hacen con él componendas, según las diversas necesidades en que uno se encuentra; hay una ciencia que permite aflojar los lazos de nuestra conciencia, con la pureza de nuestra intención; de esos secretos, señora, sabré instruiros; contentad mi deseo y no tengáis espanto; os respondo de todo: que caiga sobre mí el mal… En fin, vuestros escrúpulos son fáciles de destruir: os aseguro que habrá secreto absoluto; el mal no está nunca más que en el ruido que de él se hace: el escándalo del mundo es lo que hace la ofensa; no es pecar, pecar sin que nadie lo sepa».

¿En cuál o en quiénes de las invitadas a las representaciones de la comedia había puesto los ojos nuestro Tartufo? Cuando menos a una conquistó. Luego lo veremos.

En 1800 es invitado para ir a la fiesta de la Pascua de Resurrección a Tajimaroa -la actual Ciudad Hidalgo (!)-, y durante el almuerzo con el cura del lugar y con otros sacerdotes huéspedes, despotrica de manera burlona e irreverente, por lo cual se le acusa de hereje ante la Inquisición, pero él se disculpa diciendo que sólo había tratado de burlarse de uno de ellos, y como entre los testigos llamados a declarar, tanto de Tajimaroa como de Zitácuaro, Irimbo, San Luis Potosí, Querétaro, San Miguel, Puebla y otros lugares, algunos le fueron favorables, quedó pendiente el asunto, que más tarde se reabrirá.

Sintiéndose plenamente libre en su curato de San Felipe Torres Mochas, sus bailes, representaciones teatrales y tertulias los amenizaba no sólo con sus juegos de baraja de apuesta sino con libres pláticas sobre «la libertad francesa» y contra «el despotismo del gobierno monárquico», y por todo ello se hizo famoso el curato, aun en lugares lejanos, con el nombre de Francia Chiquita. Y don Miguel llegó a pensar en que sería bueno intentar la libertad de la América, que debía dejar de ser Hispana, con procedimientos tomados de la Revolución francesa, sin importarle, o sin saber, que ni en lo que hubiera podido tener la razón había ella obrado de manera razonable, según juicio exacto de Andrés Chénier, el gran poeta greco-francés que es degollado sólo por decir verdades como esta, lo cual fue, según él mismo predijera, un deseado premio, pues también había escrito en un periódico: «si triunfan esas gentes, más valdrá ser ahorcado por ellas que ser su amigo». (Saint Beuve, Los Grandes Testigos de la Revolución Francesa.)

Quizá no se reconocía en la Nueva España el dato exacto de que la Revolución francesa había costado más de 4 millones de víctimas en menos de 5 años, porque primeramente en la sola Francia se mataba lo mismo por odio que por envidia y por miedo, y luego por odios recíprocos con el resto de Europa; pero bien se sabía que aquello había sido una espantosa hecatombe, más infernal que las antaño ejecutadas por Gengis Kan, por Tamerlán y otros bárbaros. La bella y florida Francia había sido convertida en un Charco de sangre.

Y tenía que saber el sacerdote don Miguel Hidalgo cuáles estaban siendo las consecuencias de aquella Revolución, que había sido preparada y dirigida por el jansenismo, el filosofismo, el protestantismo, el judaísmo y la masonería con sus 480 logias:

  • los hijos pertenecían al Estado, no a los padres y mucho menos a la Iglesia Católica;
  • la educación era laica y revolucionaria, y sólo el Estado la impartía;
  • el matrimonio era un mero contrato civil, y por lo tanto disoluble;
  • habían sido «nacionalizados», robados, todos los bienes de la Iglesia;
  • libertad de cultos, en beneficio del protestantismo, y con real sujeción de la Iglesia Católica, hasta «aplastarla«, a «la infame«, según la consigna de Voltaire.

El Cura de «la Francia Chiquita» tenía que dar el ejemplo. Uno de los concurrentes a las tertulias del curato era don José Dionisio Quintana, con su esposa doña María de Castañón y su hija la señorita Josefa, a la que el Cura sedujo, y de ella tuvo dos niñas, una tras otra: Micaela y María, en la lactancia esta última en 1803. Seguramente gozaba Hidalgo de cierta fascinación con las mujeres, como la tuviera Robespierre, no obstante no ser ni el uno ni el otro un Adonis: ¿era la atracción del abismo, de lo misterioso, de lo trágico, no de lo simplemente prohibido?

¿Por fin montaría en cólera el papá de «la señorita» Josefa al repetirse el crimen y la desvergüenza del Cura y la debilidad de ella? Quizá tal ocurrió, porque no obstante ser feliz allí aquél con su querida, con sus dos criaturitas y con la rica y magnífica Hacienda de Jaripeo, que había podido comprar, le pide a su hermano José Joaquín, Cura del pueblo de Dolores, un cambio de Curatos, y obtiene este de Dolores, aunque no por cambio, sino, habiendo muerto su hermano el 19 de septiembre de aquel año de 1803, por consentimiento y decisión del Obispo de Michoacán. ¡Mal andaba la disciplina eclesiástica, tanto o más que la social! Como ahora.

Cincuenta años cinco meses tenía al tomar posesión el 2 de octubre de 1803 del Curato de Dolores. Vivirá allí con sus dos medio-hermanas. con su hermano don Mariano, con su pariente don José Santos Villa y sus dos últimas hijitas, todavía de pecho María, con su nodriza, ¿una indita? Si bonita, ya sabemos su destino.

En atención al natural escándalo, dos veces le insinuó al Cura la Inquisición la conveniencia de que no las tuviera en su casa, pero él contestó que estaban al cuidado de sus dos hermanas ¿y cómo si no fueran de él?

En Dolores parecía estar dedicado únicamente a plantar moreras, para luego la cría del gusano de seda, con buen éxito, pues llegó a «tejer tela de seda de muy buena clase», y al mismo tiempo a plantar vides, para fabricar buenos vinos; y también estableció una curtiduría de pieles, una talabartería y una alfarería, en la que, según Alamán, «a fuerza de experiencia, llegó a construir loza de superior clase, muy semejante a la porcelana extranjera», «mejor que la que se hacía en Puebla»; y a la vez, automáticamente, impulsaba «el comercio de la población», pues daba «sus productos industriales a los comerciantes pobres, que los llevaban a vender a otras poblaciones»: comerciantes que a su regreso le «pagaban su importe».

Leía «silenciosamente«, no la Biblia ni a ningún Doctor de la Iglesia, sino libros instructivos de artes y ciencias, muchos de éstos en francés. Y tenía y conservaba obras de Cicerón, Racine, Molière -El Tartufo-, y la Historia Eclesiástica de Fleury, muy mala por su criterio galicano y torcido en casi todo; algo de Bossuet, a Rollin -tan ferozmente jansenista que ataca la Bula Unigenitus Dei Filius de Clemente VI, del 25 de enero de 1343- y a los Enciclopedistas: Diderot, D’Alembert, Voltaire: veneno puro. ¿De qué podía servirle la Historia Antigua de México del jesuita Francisco Javier Clavijero, a quien había conocido en Valladolid? Absolutamente de nada, pues no era un tratado de política moderna. Y mejor se entretenía con Las Lecciones de Comercio y de Economía de Antonio Genovesi.

¿Cómo era físicamente Hidalgo?

«Era –dice Alamán– de mediana estatura, cargado de espaldas, de color moreno y ojos verdes y vivos (sin anteojos); la cabeza algo caída sobre el pecho; bastante cano y calvo…; vigoroso, aunque no activo ni pronto en sus movimientos; de pocas palabras en el trato común; pero animado en la argumentación a estilo de colegio cuando entraba en el calor de alguna disputa; su traje un capote de paño negro, con un sombrero redondo, y bastón grande; calzón corto; chupa y chaqueta de lana».

Le falta un rasgo: su nariz era fuertemente aguileña. A sus cincuenta y tantos años no era un anciano. Estaba en la plenitud de la vida y cuando las pasiones alcanzan el máximo desarrollo si no se les ha refrenado sin la menor concesión, sobre todo la concupiscencia de la carne, y en ciertos caracteres, como el de Hidalgo, el afán de dominio de los demás, no de sí mismo.

durante todo el día se le veía tranquilo y sin descansar un minuto, ya leyendo, ya inspeccionando sus trabajos de industria y comercio, sin preocuparse de la cura de almas, su máxima obligación de conciencia, que había delegado en otro sacerdote; quizá sin dejar de celebrar misa los domingos, y por lo mismo de comulgar, siempre sacrílegamente, pues no podía arrepentirse de su lujuria, aunque la tenía ya bien reglamentada, seguramente, ¿con la nodriza de Mariquita? o con cualquiera otra mujer, que no podía faltarle, dominado como estaba por el demonio del mediodía, o mejor dicho de la media noche, que le bastaba para regodearse. Los hombres de mundo que me lean me darán la razón.

Imposible era que previeran algo malo de aquel Cura industrioso sus amigos: ni el obispo de Michoacán, Abad y Queipo, ni el Intendente de Guanajuato, don Juan Antonio Riaño, o sea ni la autoridad eclesiástica ni la autoridad civil, con quienes se reunía a platicar, ya en Guanajuato, ya en Dolores, por él invitados. Y en otras ciudades tenía también buenos amigos: en Querétaro el Corregidor, y se sobreentiende que la Corregidora; en San Miguel, el Capitán Ignacio Allende; etc. Y con frecuencia iba a visitarlos.

Mientras tanto con sus lecturas de los revolucionarios franceses más y más se le hincaba la idea de que era necesaria «la libertad francesa en esta América». Y más se enardeció al ver el fracaso del movimiento de provisional independencia sin revolución -mediante el acuerdo de los Ayuntamientos de la Nación- del Licenciado Primo de Verdad, quien con fray Melchor fallecía en su prisión, habiendo sido aprehendido, depuesto y enviado a España el Virrey Iturrigaray, suplantado por el Mariscal don Pedro de Garibay: todo este gran fracaso en julio y agosto de 1808, por el golpe de mano del rico hacendado don Gabriel de Yermo, en espera de la liberación del príncipe don Fernando, en poder de Napoleón juntamente con Carlos IV: hijo y padre compitiendo en servilismo ante el corso.

Surgen entonces en España varias Juntas; y predomina en diciembre de 1808 la de Sevilla, que el 1º de enero de 1809 convoca a Cortes, que serán constituidas por diputados de las distintas provincias de España que gocen de cierta libertad y por un diputado de cada capital de provincia de las Colonias.

El Intendente Riaño le escribe a Hidalgo pidiéndole que «practicase sus diligencias en San Miguel el Grande, a fin de que fuese en la lista de los propuestos para entrar en el sorteo del que había de nombrar apoderado por la provincia, para ir a las Cortes».

¿No le hizo caso a Riaño don Miguel? No estuvo él entre nuestros diputados a las Cortes de Cádiz.

Odiaba ya visceralmente Hidalgo a los españoles. No podía esperar nada de aquellas Cortes. Lo que quería era «correr a los gachupines y no consentir en nuestro suelo a ningún extranjero», según aseguró un tal Sotelo que a él mismo se lo dijera.

Gachupín

Origen y significado de GACHUPÍN. Esta palabra no pudo ser de origen indígena mexicano porque el náhuatl carecía de los sonidos GA, GUE, GUI, GO, GU. La palabra gachupín es española. Según García Icazbalceta, servía ella «para designar al español recién llegado y aún no hecho a la tierra». ¿Por qué se le llegó a usar en sentido despectivo y aun injurioso para calificar a todos los españoles peninsulares, aun a los bien arraigados acá? Y el hijo de un gachupín, o sea de español peninsular, ya no era gachupín sino Criollo o español continental. La Real Academia Española convierte gachupín en cachupín, y lo hace derivar del portugués «gachopo», que significa «niño». Don Mariano de Cárcer y Disdier, español, cree que «gachupín», «derivado indiscutiblemente del apellido montañés Cachupín, jamás del idioma mexicano, ha tenido en México, a través del tiempo, al compás de los matices de su historia, diferentes significados (…)» Y que «en España, por el contrario, su sentido fue siempre el mismo: el nuevo rico». Dice también don Mariano -que murió en México y mucho lo amaba- que en la península rara vez se aplicó el dicho mote español que vuelve rico a la patria desde América, pues se les llama «indianos». Y agrega que sólo en Andalucía, «si sus excentricidades exceden de lo normal, se les aplica el sobrenombre de «cachupín», y a sus extravagancias «cachupinadas», modalidad que no se usa en México.» (Mariano de Cárcer y Disdier, ¿QUÉ COSA ES GACHUPÍN?, p. 98 y passim. Librería de Manuel Porrua, S.A. México, 1953)

Sí había una injusticia impolítica cometida por el gobierno de Madrid: todos los cargos importantes del Virreinato se les concedían a peninsulares, sólo a éstos. Lo cual sulfuraba a don Miguel y a los demás criollos.

Tras de un abortado intento de insurrección en 1809 en Valladolid, en Querétaro se planea un movimiento de independencia, contando con el capitán Allende, «a quien dan el título de General», y con «su inmediato el capitán Aldama», pero siendo Hidalgo, «el cura de Dolores», «el principal motor», que «sugiere las ideas», reduciéndose su plan a hacer «la independencia», según denuncia de Juan Ochoa, dirigida al Virrey Venegas en carta fechada el 11 de septiembre de 1810.

Mientras tanto, lentamente, pero no dejaba la Inquisición de amenazar a Hidalgo desde 1807, reabriendo el proceso de 1800, y sobre todo desde 1808 y 1809, en virtud de que una mujer llamada María Manuela Herrera se había presentado por sí sola a denunciar al Cura Hidalgo, entre otras cosas por las relaciones que con ella había tenido y que durante ellas le había dicho él: «¿Qué querrá usted creer que hay infierno y que hay diablos?», y en seguida: «No creas eso, manuelita, que esas son soflamas», tratando de quitarle escrúpulos y temores como los de la Elmira de Molière con argumentos semejantes a los de Tartufo en la comedia de marras.

¿Acaso llegó a pensar que el único medio de librarse de la Inquisición era levantarse en armas? No creo que tal pensamiento haya sido el decisivo, aunque sí pudo tener cierto peso en su ánimo.

Lo cierto es que desde antes de estallar la insurrección, según certero informe de Juan Ochoa, entre los comprometidos se consideraba al Capitán Allende como el «principal ejecutor de la revolución armada; el Capitán Aldama, su segundo» para ese «efecto«, y a «Hidalgo, Cura de Dolores, autor y director de la revolución proyectada».

Allende no se daba exacta cuenta de lo secundario de su papel, pues en carta dirigida a Hidalgo el 25 de mayo de 1810 le dice:

«Ojalá tuviera 500 hombres del entusiasmo y brío de mi amigo don Miguel; pero si mi desgracia no me los franquea, seré yo solo, ya que mis paisanos hacen el sordo».

Primero se convino que el movimiento se iniciara en Querétaro y en San Miguel el Grande el 29 de septiembre; luego, que el 2 de octubre; y en seguida que el 1º de ese mismo mes.

Pero, descubierta por traidores la conjuración, las autoridades de querétaro dictan sus primeras medidas en contra. La Corregidora le da aviso de ello al alcaide de la cárcel, don Ignacio Pérez, para que de inmediato emprenda éste el viaje a campo traviesa hasta San Miguel, a donde llega como a las 10 de la noche el 15; y no encontrando al Capitán Allende, «en un baile», en la casa de un hermano de aquél, le dio la noticia al Capitán don Juan Aldama. A caballo, con su asistente, emprende Aldama la carrera, de 33 y medio kilómetros de San Miguel a dolores, directamente al curato, con sus puertas abiertas; le da la mala nueva al Cura, que le ofrece chocolate; se arma una arrebatada y confusa discusión; y de súbito el Cura resuelve el caso de conciencia exclamando: «Señores, no nos queda otro remedio que ir a coger gachupines»; y asume la jefatura, democráticamente absoluta. Democráticamente porque aquel levantamiento tenía que ser popular, no militar. Y absoluta porque así lo requerían las circunstancias, y el pueblo no podía oponérsele a un Jefe improvisado pero resuelto. ¿A confesarse todos y cada uno ante el peligro de muerte? No hacía falta, porque no se iba a exponer la vida sino a matar gachupines y a quitarles cuanto se pudiera.

Amanecía el día 16 de septiembre. Y desde luego, para engrosar filas, a libertar a los presos. ¿Aún a los homicidas? se preguntaron asustados los alzados. Pero el Cura los empujó gritando:

«¡A la voz contra los gachupines; mañana todo nos sobra! Al negocio, sin esperar un momento. ¡El miedo a la faltriquera!».

Así es que el primer grito de guerra no fue ¡Viva México! Ni ¡Viva la Virgen de Guadalupe! sino «Contra los gachupines». En un momento el Demonio de la Revolución puede cambiar la índole de un pueblo. Porque lo fácil es matar, despojar, destruir.

Pero a los escrupulosos había que arrastrarlos dándoles una apariencia de bandera religiosa. Por lo cual, unas horas después de haber salido de Dolores aquella chusma -ya con los ex-presos-, en el pueblo de Atotonilco, al ver el Cura Hidalgo una imagen de la Virgen de Guadalupe vínole la repentina inspiración del diablo de hacer de Ella su bandera, pero bandera de odio, de asesinato, de exterminio, con un grito satánico: ¡Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines!

En la noche de ese día 16, en San Miguel el Grande, Hidalgo impidió que Allende contuviera al pueblo, que se lanzó al saqueo, y aún más, desde lo alto de los balcones de las casas capitulares le gritó: ¡Cojan, hijitos, cojan, que todo es vuestro!

El 20 del mismo septiembre, frente a Celaya, Hidalgo le mandó al Ayuntamiento la siguiente información:

«Nos hemos acercado a esta ciudad con el objeto de asegurar las personas de todos los españoles europeos -()buena distinción, porque él era español americano-: si se entregan a discreción serán tratados con humanidad -(por lo pronto presos)-; pero si… se hiciere resistencia se tratarán con todo el rigor que corresponde a su resistencia. Esperamos pronto la respuesta, para proceder».

El delito que por lo pronto merecía la pena de cautiverio era el ser españoles europeos. Pero:

«En el mismo momento –agregó– que se mande dar fuego contra nuestra gente, serán degollados sesenta y ocho europeos que traemos a nuestra disposición».

Así es que todavía no los había matado para que le sirvieran de rehenes.

Al Intendente Riaño, otrora su amigo, le escribe intimándole la rendición de la ciudad de Guanajuato, prometiéndole que luego se lograra la independencia se libertaría a los europeos, con derecho, en ese momento, «a que se les restituyeran sus bienes, de que por ahora, para las exigencias de la nación, nos servimos». Aunque aquellos españoles europeos no hubieran tomados las armas para defender la vida y hacienda.

El 28 de septiembre, habiendo tomado Hidalgo las ciudades de Celaya, Salamanca, Irapuato y Silao, proclamando mentirosamente en todas partes que la revolución era en defensa del Rey y de la religión contra los franceses, «a quienes querían entregar el reino los gachupines», avanza sobre Guanajuato.

El intendente Riaño se había encerrado en la Alhóndiga de Granaditas, construida por él mismo, con los archivos, los caudales reales, los españoles pacíficos y soldados mal armados. No tarda en ser herido mortalmente el Intendente; y ya sin jefe, soldados y civiles mal se defienden, pues de los civiles unos sacaban bandera blanca pidiendo la paz mientras otros se empeñaban en la defensa, hasta que la chusma se apodera de la Alhóndiga, y dentro de ella son asesinados cruelmente 200 soldados y 105 civiles españoles; y luego, afuera, el saqueo de las casas y tiendas de los españoles, de las minas y de las haciendas se prolonga hasta el día 30, hasta que, harta ya la chusma de asesinar, robar y destruir, publica Hidalgo un bando amenazando con la pena de muerte ¡para los ladrones! En la Alhóndiga había corrido un arroyo de sangre. Y ya no quedaba nada digno de ser robado.

Habiendo caído, en Acámbaro, en poder de la horda el Intendente de Michoacán don Manuel Merino, el Comandante General don Diego García Conde y el Coronel del Regimiento Provincial Conde de Casa Rul, en el camino de México a Valladolid, huyeron de esta ciudad, el 13 y el 14 de octubre, el Obispo Electo Abad y Queipo, el Asesor Terán y varios españoles. Por lo cual, el día 15, «previa consulta a teólogos y juristas, por evitar daños y el desprecio de la censura», el Gobernador substituto de la Mitra Cgo. Conde de Sierra Gorda dijo que levantaba la excomunión que el Obispo Electo había declarado que pesaba sobre los jefes insurgentes: levantamiento absolutamente nulo, por lo que después veremos; y mandó una comisión para recibir a Hidalgo en Indaparapeo y pedirle que no fuera entregada la ciudad al saqueo, porque lo recibía de paz y con repique de sus clamorosas campanas. Era el 18 de octubre.

Con tantos honores, Hidalgo se portó muy bien, pues de la Clavería cogió cuanto allí había, $114,000, pero dejando recibo para mayor escarnio. Aldama registró y saqueó, para que otro no las profanara, las sepulturas de Obispos y Canónigos; y Allende piadosamente, creo yo que con buena intención, el único con buena intención, tomó una caja con pectorales de Fray Antonio de San Miguel, egregio Obispo de Michoacán de 1784 a 1804; y el mismo Allende, sin consultar con Hidalgo, mandó dispararle un cañonazo al populacho, que se aprestaba a saquear la ciudad, y así, haciéndole varios muertos, lo dispersó.

El 19 de octubre decretó Hidalgo la abolición de la esclavitud, bajo pena de muerte, teniendo peor que como esclavos a los españoles presos, y no existiendo ya de hecho, aunque no por decreto, la esclavitud en la Nueva España, pues todos los esclavos, sólo negros, había sido liberados por sus dueños.

Decretó también Hidalgo la abolición del tributo personal de los indios y de las castas, que importaba $1’200,000: tributo que había sido abolido por el gobierno el 26 de mayo. Y sale el mismo día 19 en dirección de la Capital. En Charo lo alcanzó el Cura Morelos -otro Cura abarraganado-, y lo acompañó hasta Indaparapeo, donde fue comisionado para «correr los tierracalientes del Sud». Nada más 3 hijos sacrílegos se le conocen a Morelos: Juan Nepomuceno Almonte, nacido en Carácuaro el 15 de mayo de 180; José Victoriano, que nace en Nocupétaro el 5 de septiembre de 1808; y una niña, que nace en 1809: los 3 de 3 distintas amantes. ¿Como buen estratega, para servirse de ellas sin depender de ninguna de ellas?

A esos 30 kilómetros de la Capital se topa Hidalgo con la tropa virreinal de Torcuato Trujillo -mil infantes, 279 jinetes mulatos de Yermo y 50 de Manzano-, siendo uno de sus oficiales Don Agustín de Iturbide. Hidalgo había sido proclamado Generalísimo en Acámbaro, a la cabeza de 80,000 hombres. Se le vio entonces vestido «de azul, con collarín, y vueltas, y solapa encarnada; con un bordado muy menudo de plata y oro; un tahalí negro, también bordado, y una grande imagen de oro de la Virgen de Guadalupe, colgada en el pecho»: con la Guadalupana, desde Atotonilco, «para atraer a la gente», según declarará ante sus jueces.

Con grandes esfuerzos, gracias a los 2,000 hombres disciplinados de Allende, y con grandes pérdidas, pero ganó Hidalgo la batalla del Monte de las Cruces, el 30 de octubre.

El día 31 envió Hidalgo a México en coche a Jiménez y 3 oficiales, con 4 dragones de escolta: enarbolando bandera blanca, llevaban un pliego para el Virrey, quien les mandó decir que se volvieran por donde habían ido, y prontito, si no querían que les hiciera fuego. Muy desconcertados, con sus propios honores volvieron las espaldas, hasta verse de nuevo con Hidalgo, quien, decepcionado y herido por el despreciativo desaire del Virrey Venegas, abandona la idea de echarse sobre la Capital, no por temor al inevitable y terrible saqueo que sus hordas efectuarían si la tomaban, sino a la derrota más cabal y a la definitiva pérdida de su gente: fue esto lo que tuvo que pensar ante la viril actitud de Venegas y sabiendo, por haberse interceptado un correo realista, que el General Calleja marchaba hacia México. ¡Hemos errado el golpe! exclamó ante García Conde, y el 2 de noviembre, día de los Fieles Difuntos, emprende la marcha hacia Querétaro.

No sólo, sino que procuraba desviarse del camino que seguía Calleja, cuando, de improviso para ambos, se encontraron frente a frente en San Jerónimo Aculco, el 7 de noviembre.

¿Y siquiera en campaña guardaba Hidalgo castidad? Nada de eso: llevaba consigo 8 lindas jovencitas: «el serrallo de los insurgentes», dijo Calleja, benignamente, inocentemente, pues el serrallo [harén] aquel era en primer término del Cura revolucionario, sin poder impedir y aun sin importarle, que su gente siguiera su ejemplo, violando a cuantas mujeres -viejas y jóvenes y aun niñas- estuvieran a su alcance.

Los 80,000 hombres de Hidalgo se habían reducido a la mitad. Y Calleja llevaba únicamente 7,000 soldados, cuya artillería, sin réplica certera, fue suficiente para por sí sola sembrar el terror entre los hidalguistas, que no tardaron en disiparse.

Calleja recogió un buen botín y 600 prisioneros, de los cuales 26 eran desertores realistas, que fueron sorteados, y fusilados o no, según su suerte. Nuestros políticos de ahora, en un trance igual, recurrirían al diálogo, sólo al diálogo: Y la anarquía cundiría hasta en las propias filas del gobierno: lo que está ocurriendo ante el neo-zapatismo, neo-comunismo.

El botín fue cuantioso: 12 cañones, 120 cajones de pólvora, 40 cartuchos de bala y metralla, 2 banderas del Regimiento de Celaya, 1 de Valladolid, 4 de los insurgentes, 1,600 carneros, 200 caballos y mulas, 13,550 pesos en reales, muchos fusiles, equipajes, ropa y papeles y 16 coches de los Generales: coches en que los señoritos demócratas e igualitarios se acompañaban de las mencionadas 8 lindas jovencitas (Alamán).

Pero mientras tanto se extendía el movimiento revolucionario por doquier, con 5 ramificaciones principales: Central Norte, Central Meridional, Occidental y Oriental (Bravo Ugarte), o sea desde Texas y Sonora hacia abajo, hasta Oaxaca, siendo Guadalajara el centro de acción más importante: en todas partes con el mismo espíritu de odio a «los gachupines» y de despojo y destrucción.

Al pasar por Celaya redacta Hidalgo un manifiesto lleno de mentiras: que sólo por carecer de bastantes municiones se había retirado de México; que en su retirada no había perdido más que unos cuantos cañones y seis u ocho hombres -¿quiso decir que seis y ocho mil?: pues aún así mentía-; y que no tardaría en volverse contra la capital; y luego agregaba, queriendo cubrir con un velo sus crímenes de cura relajado y asesino: «los americanos jamás se apartan un punto de las máximas cristianas heredados de sus honrados mayores -¿no eran gachupines estos honrados mayores?-; y nosotros no conocemos otra religión que la católica, apostólica, romana, y por defenderla -(robándole su dinero y destruyéndole sus bienes)-… estamos prontos a sacrificar nuestras vidas»; y finalmente, el objetivo político: «para la felicidad del reino es necesario quitar el mando, y el poder, de las manos de los europeos: este es todo el objeto de nuestra empresa»: «es sólo despojarlos del mando, sin ultrajar sus personas ni haciendas», para lo cual lo más efectivo es degollarlos: cosa que en parte confiesa al agregar que: para evitar desórdenes y efusión de sangre», observaría inviolablemente las siguientes leyes:

«2ª. El europeo, sea prisionero o indultado, que hablase con libertad contra el objeto de nuestra expedición, y se desfogonase con expresiones insolentes, será pasado a cuchillo, y la misma suerte correrá el americano; 3ª el europeo que se entregase espontáneamente a nosotros será tratado con respeto, protestándose la seguridad de su vida y hacienda; 4ª el europeo que se resistiese con armas, será pasado a cuchillo, 5ª cuando seamos amenazados de sitio y combate, antes de entrar en él, y en el mismo hecho de cometer hostilidades, pasaremos a cuchillo a los muchísimos europeos que están en nuestras manos -(aunque antes se hubieran entregado espontáneamente)-; 6ª el americano que defendiese con armas al europeo será pasado a cuchillo; 8ª el americano que pos sola compasión -(cristiana)- ocultase a un europeo, sin dar cuenta de él a nuestro gobierno, sufrirá la pena de destierro y confiscación de bienes; y 9ª el delatante de cualquiera delito de los mencionados, será gratificado con 500 pesos». (Pp. 119 y 120 de la Colección de Documentos para la historia de la guerra de independencia formada por don Juan E. Hernández y Dávalos. México. 1877: cita de don Ezequiel A. Chávez en su Hidalgo, p. 52. Jus. 1957.)

A Valladolid llega Hidalgo, fugitivo, el 15 de noviembre. De la Catedral toma ahora $6,000 pesos, habiendo tomado $114,000 la vez anterior. Reúne 7,000 hombres a caballo y 240 infantes, y redacta una refutación al Edicto del Tribunal de la Inquisición, que lo citaba a contestar los cargos de herejía, apostasía y cuantos más resultaren en su contra, y la termina con frases idílicas:

«Establezcamos un congreso que se componga de representantes de todas las ciudades, villas y lugares de este reino, que, teniendo por objeto principal mantener nuestra santa religión –(que manda no fornicar, no asesinar, no tomar lo ajeno)-, dicte leyes suaves, benéficas y acomodadas a las circunstancias de este pueblo; ellos entonces gobernarán con dulzura de padres; nos tratarán como a sus hermanos; desterrarán la pobreza, moderando la devastación del reino y la extracción de su dinero –(aunque siempre había sido más lo que España nos daba que lo que nos cobraba, que en buena parte era para auxiliar a las administraciones de La Habana, Luisiana, Florida, Panzacola, Santo Domingo, Trinidad y Filipinas)-; fomentarán las artes; se avivará la industria; haremos uso libre de las riquísimas producciones de nuestros feraces países, y a la vuelta de pocos años disfrutarán sus habitantes de todas las delicias que el Soberano autor de la naturaleza ha derramado sobre este vasto continente».

Pero en seguida, deshonrando su propia sangre de gachupines, les declaraba a «sus amados conciudadanos», «que los gachupines, hombres desnaturalizados, habían roto los más estrechos vínculos de la sangre» por dejar a sus familias al venir a la América…, ignorando o callando que casi desde un principio el Gobierno español prohibió e impidió que vinieran sin sus mujeres los casados.

Y unas cuantas horas después, en la noche de ese mismo día, secretamente mandaba degollar en la barranca del pie del cerro de las Bateas, a tres leguas de Valladolid, a 40 españoles, habiendo engañado a sus familias diciéndoles, lo mismo que a las víctimas, que se los llevaba a Guanajuato. Y tres días después, el 18 en la noche, al siguiente de haber él salido con su tropa para Guadalajara, por órdenes suyas, también secretas, fueron llevados 44 españoles al mismo cerro de las Bateas, para también se degollados. Y respecto a ellos se había usado el mismo engaño que con los primeros 40: se les llevaría a Guanajuato.

84 cadáveres degollados y totalmente desnudos, pues así se les degolló para que no mancharan las ropas con su sangre y poder usarlas o venderlas, fueron el sabroso pasto de las aves de rapiña. Un indio había sido el degollador en jefe. Hidalgo dirá en Chihuahua que en total fueron 60 aquellas víctimas. Pero fueron 84. Miente en esto, y también miente diciendo que aquellos degüellos se debían a «una condescendencia criminal con los deseos del ejército, compuesto de los indios y de la canalla». Su condescendencia fue su propio delirio satánico, sin importarle ni el cegar criminalmente aquellas vidas inocentes -porque confesará que lo eran-, ni el hacerlo sin ofrecerles antes un confesor.

Dueño de Guadalajara, desde el día 11 de noviembre, «el Amo Torres», José Antonio Torres, invita a Hidalgo, quien hacia allá sale de Valladolid el 17 de noviembre, llevando consigo, vestida de hombre, con el uniforme y las divisas de capitán, a una tierna señorita, Marina Gamba, que salió de Valladolid con Hidalgo por haberle ofrecido éste a la madre de ella que ya fuera de la ciudad le libertaría a su esposo, preso por ser español; pero no sólo no lo libertó, sino que en el camino lo mandó matar o permitió que se le matara.

Iba aquella desdichada huérfana en coche, con una escolta de lanceros. Y el pueblo, que se agolpaba para verla, la llamaba la Fernandita, objeto de toda clase de fantasías. ¿Abuso de ella el mal Cura? Con éste iba, como querida, otra mujer, también vestida de hombre, Gabina, llamada «La Capitana«, por su conducta, se decía que de «heroína«, en Guanajuato, en la toma de la Alhóndiga de Granaditas. Felizmente, esta mujer, según carta escrita meses después desde San Luis Potosí, por la señora de Abasolo, acabó con «las recogidas«.

El hecho cierto es que Hidalgo no podía prescindir de mujer. Y tenían que ser bonitas. En nada era vulgar.

De manera triunfal es recibido Hidalgo en Guadalajara el 26 de noviembre. Olvida sus derrotas y se endiosa: da audiencia bajo palio; toma el título regio de Alteza Serenísima, olvidado también el igualitarismo de su amada Revolución francesa, y aun los sacerdotes no podían hablarle sino «con la rodilla hincada«, según declaración de Allende. Posesionado de su papel de Monarca, y Monarca sagrado como los de antaño, nombra Ministro de Gracia y Justicia al joven abogado don José María Chico, y Secretario de Estado y del Despacho al licenciado don Ignacio López Rayón, y con la firma de Allende -detestando éste el obligado acuerdo- acredita como Plenipotenciario y Embajador de ambos, y de los Ministros y de la Audiencia, ante el Gobierno de los Estados Unidos, a don Pascasio Ortiz de Letona, sin la menor idea de lo que acerca de México piensa el gobierno yanqui, que por lo pronto querrá reducir a la mitad su territorio; pero sabiendo Hidalgo muy bien, por agentes secretos, que el dicho Gobierno es su mejor aliado en el odio a los «gachupines». Ordena también que se publique como órgano gubernamental un periódico, El Despertador Americano. ¡Soñaba Hidalgo con ser el libertador de toda la América Hispana!

Don Pascasio, detenido como sospechoso en Molango -del actual Estado de Hidalgo-, y remitido a México, en el camino se suicidó. De debajo de la silla de su mula se le recogieron sus papeles de Plenipotenciario.

Cuando, preso de Allende, se le hizo notar en aquellos documentos no constaba, contra lo que él aseguraba, que el fin del movimiento insurgente fuera «conservar» a la Nueva España «para su legítimo soberano, el señor don Fernando VII», sino «una absoluta independencia»; que, además, en esos mismos documentos se afirmaba que para conseguir la independencia, él mismo e Hidalgo, y los demás firmantes habían resuelto «o vivir en la libertad de hombres, bajo una constitución federativa semejante a la de los Estados Unidos», o, de lo contrario, «morir», reclamando «sus derechos naturales, usurpados por una tiranía cruel», soportada «por espacio de casi trescientos años», Allende declaró «que aunque» le fuera «vergonzoso decirlo, no había leído dichas credenciales cuando las firmó, sino que el licenciado Rayón le había hecho, de palabra, un resumen de su contenido, y que aunque al darse cuenta de que éste no correspondía a los propósitos y a los conceptos que tenía él mismo, así lo manifestó a Rayón, éste le contestó que así convenía que fuese, porque los Estados Unidos tenía jurado auxiliar a todos los pueblos que intentasen su independencia». (Chávez Ezequiel, Hidalgo, pp. 57-58.)

Don Ezequiel cree que tal propósito de los Estados Unidos lo adivinaron Hidalgo y Rayón con 13 años de anticipación a la Doctrina Monroe, que será expuesta por éste, en un Mensaje al Congreso de los Estados Unidos, el 2 de diciembre de 1823. Yo, en cambio, estoy seguro de que no hubo tal adivinación, sino pleno conocimiento directo, por el contacto que Hidalgo tenía con agentes secretos de los Estados Unidos, del propósito de éstos desde aquellos días.

Allende pudo agregar en su causa:

«que Hidalgo y los demás que firmaron dichos documentos, especialmente Rayón, abusaron de su buena fe»; y que «por lo que toca al Cura Hidalgo», no dudaba de «que su idea era engañar al pueblo y al mismo declarante».

Hidalgo no había dejado de ser «el Zorro«, el falso, el engañador, el Tartufo. Fácilmente se comía vivo al ingenuo de Allende. (También a Samuel Ruiz se le podría llamar ahora «el Zorro«: maneja a su antojo a cuantos con él tratan: Marcos, Gobernación, los Jesuitas, la viuda de Mitterrand, su Coadjutor, los demás obispos.)

En el «poder» que se le confirió a don Pascasio Ortiz de Letona se ve algo más, muy importante:

«El estado actual nos lisonjea de haber conseguido lo primero» -se refiere a la libertad-«cuando vemos conmovido y decidido a tan gloriosa empresa a nuestro dilatado continente. Alguna gavilla de europeos rebeldes y dispersos no bastará a variar nuestro sistema, ni a embarazarnos las disposiciones que pueden decir relación a las comodidades de nuestra nación… Dado en nuestro Palacio Nacional de Guadalajara, a 13 del mes de diciembre de 1810».

A los mismos Estados Unidos trata de engañar, haciéndoles creer que contaba con toda una América ex-Hispana y que los realistas que lo habían hecho trizas en Aculco no pasaban de ser una «gavilla«. Pero no mentía a lo loco sino a lo Tartufo.

Por decreto del 29 de noviembre dicta varias medidas que destruían el sistema de impuestos, con una liberalidad irreflexiva y que de implantarse habría sido funesta. En otro decreto, del 1ª de diciembre, decía:

«Me llenan de consternación las quejas que repetidamente se me dan de varios individuos, -ya de los que han merecido mis comisiones, ya de los que sirven en mis ejércitos– (!), por sus excesos en tomar cabalgaduras por los lugares de su tránsito, no sólo en las fincas de los europeos sino en las de mis amados americanos; y cuando mis intenciones en llevar adelante la justa causa que sostengo -(yo mero, y sólo yo)- no son otras que la comodidad, descanso y tranquilidad de la nación, no puedo ver con indiferencia las lástimas que ocasionan aquellos individuos… Y como sea esto un mal que deba cortarse de raíz, mando que ningún comisionado, ni otro individuo alguno de mis tropas, pueda de propia autoridad tomar cabalgaduras, efectos ni forrajes, sin que primero ocurra por lo que necesite, a los jueces respectivos del os lugares de su tránsito».

Y se sobreentiende que en las haciendas de los españoles habrá manos libres, uñas libres.

Y para demostrar su acendrado amor a la Guadalupana, el 12 de diciembre, el día de la Fiesta de Nuestra Señora, manda degollar a 48 españoles en las barrancas de Atenquique, también de noche, y en secreto; y manda que las noches siguientes sean degollados allí mismo más y más españoles, hasta completar el número de 350, según declarará él mismo en su causa, y sin poder justificarse de alguna manera, pues tendrá que reconocer:

«que procedió criminalmente en la muerte que se les dio».

De verdugo sirvió un torerillo, Marroquín, mal «Espada» pero de incansable y filoso puñal.

De lo más ruin es que a algunos españoles les concedía «indultos«, es claro que a buen precio; y, sin embargo, no eran pocos los que unos días después eran también asesinados, no obstante el empeño de don Mariano Abasolo en salvarlos a todos, por lo cual, juntamente con su esposa, sufría sin remedio.

La consistencia con que Hidalgo pensaba y procedía perversamente se palpa leyendo dos cartas por él dirigidas al Coronel insurgente don José María González Hermosillo con sólo una semana de intervalo entre ellas. El 3 de enero de 1811, le dice:

«Usted procure realizar -(o sea vender)- cuanto le sea posible los bienes de los europeos, para cuyo saqueo he comisionado los sujetos que me expresa, y con esto socorra las urgencias de la tropa. Deponga usted todo cuidado acerca de los indultos y libertad de los europeos».

O sea, comenta el benigno don Ezequiel, no pare usted mientes en las aparentes cortapisas que usted u otros crean que se ponen con tales indultos y con la libertad de los europeos de que a las veces de habla; deponga usted todo cuidado al respecto:

«recogiendo usted todos los que haya por esa parte, para quedar seguro; y al que fuera inquieto, perturbador y seductor -(al solo juicio de Hermosillo)-, o a los que se les reconozcan otras disposiciones, los sepultará en el olvido, dándoles muerte en partes ocultas y solitarias, con las precauciones necesarias para que nadie lo entienda»;

tal como él lo había hecho y los estaba haciendo y lo siguió haciendo -comenta don Ezequiel-, por su propia y personal voluntad. Y 7 días después, le decía:

«Pienso que con moderación, buen trato y desinterés se hace usted aun de la gente más bárbara de esos países, para lo que necesite y pueda ser útil en las presentes circunstancias»;

para que le sirvan de cómplices y verdugos.

Erróneamente, don Ezequiel ve inconsistencia, contradicción, entre esas dos misivas de Hidalgo, en las que yo veo una perfecta y perversa consistencia.

Y para tranquilizar a sus cortesanos que pudieran darse cuenta exacta de su maldad les cuenta Hidalgo, como un buen ejemplo que imitar, la matanza de las Vísperas Sicilianas del 30 de marzo de 1282: espantosa siembra de cadáveres de franceses que le había devuelto a Sicilia la libertad: lección y propuesta que Allende rechazara indignado. Es claro que era profunda, diabólica, la perversión de Hidalgo, que le daba el mayor gusto posible a Satanás, el «homicida» por antonomasia de profesión: «Ille homicida erat ab initio» (Juan VIII,44).

Gracias a Dios contra Hidalgo batallaba gran número de resueltos y patriotas mexicanos.

Y en medio de aquella orgía de sangre no dejaba de gozar carnalmente, hasta bailando ante su corte con las más lindas mujeres de Guadalajara.

Muy distinto del pensamiento de Hidalgo era el de Allende: éste creía que tanto las autoridades de España como las de la Nueva España habían traicionado a su legítimo Rey Fernando VII; y le era evidente que todo soldado, como él, y aun todo buen súbdito del Monarca, le debían ser leal y levantarse contra quienes lo hubieran traicionado. Po lo cual su grito de guerra era «¡Viva Fernando VII!», con el afán de libertarlo de los traidores.

Pero Allende no tenía verdadero talento ni suficiente arrastre personal, por lo cual desde un principio había quedado supeditado al Zorro.

En consecuencia, el ¡Viva Fernando VII! había ido desapareciendo hasta ser definitivamente suplantado por el terrible y malvado grito de ¡Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines!

En Guanajuato Hidalgo le había pedido al Ayuntamiento, sentado él bajo el dosel, que lo reconociera como Capitán General de la América, no sólo de la Nueva España; carácter con que había auto-proclamado en los campos de Celaya; y pocos días después, al resistirse varios regidores a aceptar los nombramientos que Hidalgo les extendía, explicándoles que no entendían cómo «conciliar las ideas de independencia que (él) vertía, con el juramento de fidelidad que tenían prestado al Rey», «Hidalgo prorrumpió diciendo que Fernando VII era un ente que ya no existía; que el juramento de fidelidad a tal ente ni podía obligar ni obligaba».

Y Allende, ocupadísimo en impedir siquiera en algo los desmanes de la horda y en mantener la disciplina de sus soldados, no se daba cuenta de lo que Hidalgo hacía y decía.

Ya en Valladolid por primera vez, «habiendo percibido -según declaró en su proceso- que ya no era del agrado de Hidalgo que se mentase el nombre de Su Majestad, se quejó de este proceder a los prebendados de aquella Santa Iglesia, Michelena y Zarco; y en Guadalajara, habiéndole» llamado la atención al «Doctor Maldonado, porque en su periódico intitulado El Despertador Americano no se contaba con el Señor don Fernando VII, que era el principal objeto de la insurrección», contestóle Maldonado «que eso no le parecía bien a Hidalgo, de cuyas resultas el declarante consultó con el mismo doctor Maldonado y con el Gobernador de la Mitra, el señor Villaseñor, si sería lícito dar un veneno (a Hidalgo), para cortar esta idea suya y otros males que estaba causando, como los asesinatos que de su orden se ejecutaban en dicha ciudad, con los muchos más que amenazaba su despotismo, el cual (intentó de darle el veneno) no pudo ejecutar por lo mucho que el Cura se reservaba de él, pues por lo demás, aprobándole su idea Maldonado y Villaseñor, compró el veneno, por medio de Arias, y lo repartió entre su propio hijo -(el de Allende)- y el mismo Arias, para aprovechar la ocasión que se presentase a cualquiera de los tres»; y agregó que «aún en su equipaje» podría «hallarse la parte del veneno que se reservó para el efecto».

Sabedores Hidalgo y Allende de que los Generales realistas Calleja y Cruz marchaban contra Guadalajara, no pudieron ponerse de acuerdo sobre lo que más conviniera; pero, prevaleciendo la determinación del Cura, salieron con sus soldados y su chusma al encuentro del enemigo. Después de varios importantes incidentes, y aun con cierta dificultad, Calleja y Cruz marchaban contra Guadalajara, no pudieron ponerse de acuerdo sobre lo que más conviniera; pero, prevaleciendo la determinación del Cura, salieron con sus soldados y su chusma al encuentro del enemigo. Después de varios importantes incidentes, y aun con cierta dificultad, Calleja y Cruz ganaron la batalla del Puente de Calderón el 17 de enero de 1811.

«Los ejércitos» de Hidalgo fueron allí deshechos. Además, el brigadier Calleja había recobrado a Guanajuato, el 25 de noviembre, entró en Guadalajara el 21 de enero, y el 5 de marzo en San Luis Potosí, mientras el brigadier don José de la Cruz recuperaba Valladolid el 28 de diciembre; el gobernador de Sonora, don Alejo García Conde, vencía a Hermosillo en San Ignacio Piaxtla el 8 de febrero, y don Manuel Ochoa recobraba Zacatecas el 17 de febrero; y al mismo tiempo surgía y triunfaba una espontánea contra-revolución en San Blas el 31 de enero, en San Antonio Béjar el 1 de marzo, en Monclova el 17 de marzo: quedando así pacificado el Norte.

De huida hacia los Estados Unidos, en la Hacienda del Pabellón, cerca de Aguascalientes, Hidalgo fue alcanzado por Allende, Arias y otros jefes, que lo despojaron del mando con amenazas de muerte, pero secretamente, porque siempre «lo hacían aparecer como principal cabeza».

Desde Saltillo continuó la marcha -16 de marzo-, en 14 coches los jefes, escoltados por 1,500 hombres -los únicos que les quedaban-, provistos de artillería y municiones, creyendo que cruzarían un país dominado todavía por insurgentes, cuando menos en Coahuila.

Los realistas preparaban la emboscada en que caerían los fugitivos, que, guiados por dos espías -Felipe Enrique Neri y Sebastián Ramírez-, fueron llevados hasta las Norias de Baján, cerca de las cuales esperaban Elizondo desde el 20 de marzo con 342 hombres y 300 lazos. En eso, les llegó un correo, que los persuadió de que, siendo escasa el agua -de cuya falta habían sufrido mucho-, «era conveniente que los coches y gentes principales se fueran adelante».

Conforme iban llegando a un lugar bien escogido por los realistas, los revolucionarios eran cogidos y amarrados hasta donde alcanzaron los lazos. Hidalgo intentó resistir. Allende y otros dispararon contra sus aprehensores, y la mayoría se rindió, impotente, abandonados por Iriarte, que mandaba el grueso de la columna a la retaguardia y que huyó a Saltillo, pudiendo haber combatido y vencido a los aprehensores, pues llevaba él más gente que éstos.

Los prisioneros fueron 893, 40 los muertos; y se les quitaron 24 cañones, 18 tercios de balas, 22 cajones de pólvora, 5 carros de municiones, 2 guiones, 1 bandera con la cruz de Borgoña (!), más de 700 barras de plata y mucho dinero en plata y oro, algo así como «dos millones por todo o algo más, según su cuenta de ellos».

En Monclova se les clasificó: para Chihuahua, residencia del Comandante General de las Provincias Internas, se destinó a los principales jefes, en total 30; para Durango a los eclesiásticos, excepto Hidalgo, en total 10; y para Monclova el resto, del que fueron fusilados allí algunos de los militares antiguos con grado, siendo condenados a presidio los demás, juntamente con los soldados; y los paisanos o simples civiles fueron distribuidos entre los artesanos y en las haciendas.

La marcha de Monclova a Chihuahua duró un mes, penosísima, a través del desierto, mostrándose Hidalgo como indiferente. Cuenta fray Gregorio de la Concepción que una de las muchas veces que les cayó en la tarde un torrencial aguacero, no pudiendo valerse de sus manos, por llevarlas atadas, «para taparse se acurrucó cuanto pudo bajo su capa blanca» y viéndolo Hidalgo, le dijo: «¡Qué bonito estas! ¡Pareces borrego cuatezón; pero aguántatela, que por la patria tenemos que sufrirlo todo!» ¿Se lo dijo con ironía o en serio? De cualquier manera, aún no elevaba su pensamiento a Dios.

Los días 7,8 y 9 de mayo y 21 y 27 de junio se le somete a un estrecho interrogatorio, pero sin atormentarlo en ningún momento ni física ni psicológicamente. (Estoy siguiendo y seguiré a don Ezequiel A. Chávez, en cuanto a datos objetivos.)

  1. Su propósito único fue siempre la independencia absoluta de México, aunque haciendo creer, sobre todo al principio, que luchaba como súbdito de Fernando VII, pero sin un solo español europeo en América.
  2. A la pregunta de quién lo había hecho «juez competente de la conveniencia de la independencia del reino», contestó: «que él mismo se ha erigido juez de esa conveniencia, sin contrabalancear la teoría con los obstáculos de las pasiones y de la diferencia de intereses que siempre se encuentran en la ejecución de tales empresas (y) que no podía faltar a la suya»; y en seguida habla confusamente: que «reconoce su imprudencia», pues desde «los primeros pasos se vio precisado a los excesos» que se le imputaban. Por fin, ¿se vio precisado a cometer esos excesos por sola imprudencia o fue el principal responsable de ellos? Aquí le faltó valor y sinceridad para confesar sus crímenes, debidos no a mera imprudencia sino a su reconcentrado odio a los «gachupines».
  3. A una nueva pregunta sobre sus propósitos, contestó mintiendo, pues dijo que su ánimo «siempre fue el de poner el reino a disposición del señor don Fernando VII, siempre que saliese de su cautiverio». Y luego, al contestar la pregunta 38 se contradice, aunque no muy claramente, pues tuvo que confesar que en un manifiesto dirigido al pueblo se propuso «probar que el americano debe gobernarse por americano, así como el alemán por el alemán, etc.».
  4. No podía negar que había echado mano de la propiedad ajena, sin que a ninguno de los insurrectos se le despojara de sus bienes; pero dijo que eso fue porque «no es lo mismo cortar de lo ajeno que de los propio»; y en cuanto a los caudales tomados de la Iglesia aseguró que lo fueron en calidad de préstamos «que de los bienes de la nación se le satisfarían»: intención que sí es de creérsele. hasta por conveniencia.
  5. Explicó que para extender su movimiento no había tenido «más que enviar comisionados por todas partes, los cuales hacían prosélitos a millares por dondequiera que iban».
  6. Dijo que en Atotonilco «tomó una imagen de la Virgen de Guadalupe» -esto se lee en la respuesta a la 12ª pregunta-, «y la puso en manos de uno, por parecerle a propósito para atraerse a la gente». Así es que no lo hizo por amor a la Virgen de Guadalupe, ni menos para enarbolarla como enseña de unidad nacional, sino para arrastrar gente suficiente que le permitiera coger a todos los gachupines, militantes y pacíficos, sin distinción, viniéndole al mismo tiempo o poco después la idea de matar a cuantos pudiera. Este Hidalgo es el verdadero, el que sí existió, Mons. Schulemburg, no el que Su Señoría se imagina y presenta o por ignorancia supina o para engañar a la gente. [Nota de B&T: Mons. Schulemburg falleció en el año 2009]
  7. Declaró que los asesinatos que en Valladolid y Guadalajara mandó cometer «se ejecutaban en el campo, a horas desusadas para no poner a la vista de los pueblos un espectáculo tan horroroso…», sólo, como los saqueos, por «una criminal condescendencia» con «el ejército, compuesto de los indios y de la canalla» -(contestación a las preguntas 16, 17 y 20)-: pero reconociendo «que procedió criminalmente». Y es clarísimo que más criminalmente de lo que él mismo confiesa, pues si los indios y la canalla de «sus ejércitos» le hubieran exigido aquellos asesinatos, no los habría ordenado tal como los ordenó: en secreto, a horas desusadas y en lugares lejanos de sus cuarteles. Por otra parte, aquella canalla él mismo la había engendrado: antes de su «¡Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines!» y de su «Cojan, hijitos, cojan, que todo es vuestro», no había canalla en la Nueva España aunque hubiera delincuentes.
  8. Confesó «que su inclinación a la independencia fue lo que lo obligó a decidirse con tanta ligereza o llámese frenesí»: frenesí que yo califico con un término muy suave: atolondramiento. Y atolondrado había sido siempre en todo y para todo, de lo cual no se curará sino ante la evidencia de su rotundo fracaso y de que va a ser ejecutado. En seguida, al preguntársele «qué seguridad tenía de que su proyectada independencia no acabaría lo mismo que había empezado, por absoluta anarquía o por un igual despotismo», contestó: «que ninguna tenía y que ahora ha palpado por la experiencia que seguramente hubiera terminado en estas dos cosas»; y agregó espontáneamente que:

«por lo mismo quisiera que a todos los americanos se les hiciera saber esta su declaración, que es conforme a todo lo que siente en su corazón, y a lo mucho que desea la felicidad verdadera de sus paisanos».

En consecuencia, cuando el juez comentó que, conforme a lo que llevaba declarado, «fue grande imprudencia y temeridad esperar ningún bien para la felicidad del reino, de esta independencia buscada por medio de la insurrección»; y que «lo único prudente, acertado y equitativo hubiera sido esperarla de las Cortes Generales y extraordinarias de la monarquía para las cuales estaban nombrados diputados… por todas las provincias», Hidalgo contestó que eso era «muy cierto»; y habiéndole preguntado el juez cómo conciliaba «con la doctrina del Evangelio y con su estado (eclesiástico) causar la ruina del comercio, minería, artes y agricultura, abriendo la puerta a la irreligión, al estrago de las costumbres y a la exaltación de las pasiones», dijo que nada de lo que contiene la pregunta se podía «conciliar con la doctrina del Evangelio y con su estado, y que» reconocía y confesaba «de buena fe que su empresa fue tan injusta como impolítica, y que ella» había «acarreado males incalculables a la religión, a las costumbres y al Estado en general y muy particularmente a esta América: tales que el gobierno más sabio y vigilante no podría repararlos en muchos años», de todo lo cual, sabiéndose responsable, pedía a todos perdón, «y a los pueblos, por el mal ejemplo que les había dado», y pidiendo que todo esto se hiciera del conocimiento de todo el mundo. (Páginas 19 y 20 del tomo I de la Colección de Documentos para la Historia de la Guerra de Independencia de México, de Hernández y Dávalos, citada por Ezequiel A. Chávez, pp. 70-74.)

Y para asegurar que tan necesaria y noble confesión fuera del conocimiento del mundo entero, escribió un Manifiesto de su puño y letra, fechado el 18 de mayo -1811- y luego ratificado en todas sus partes el 7 de junio, expresando su ansia de «llorar día y noche» por «los que» habían «fallecido de su pueblo» por causa suya y por todos los males que había originado, y a la vez «bendecir» las misericordias interminables del Señor que le habían permitido entender sus yerros y arrepentirse de ellos, pues «mis pensamientos -decía- tienen a mi corazón en un tormento insoportable», aunque «la noche de las tinieblas que me cegaban se han convertido en luminoso día, y en medio de mis justas prisiones, me presenta tan perfectamente los males que he ocasionado a la América, que el sueño se ha retirado de mis ojos y mi arrepentimiento me ha postrado en cama». Estas y otras exclamaciones demuestran lo profundo y la verdad de su dolor. Aun los pecados de su juventud acudían a su conciencia; pero sobre todo sus últimos crímenes lo hacían escribir:

«Ah, americanos, mis compatriotas; europeos, mis progenitores; y sobre todo, insurgentes, mis secuaces, compadeceos de mí… veo la destrucción de este suelo, que he ocasionado: la ruina de los caudales que se han perdido; la infinidad de viudas y huérfanos que he dejado, la sangre que con tanta profusión y temeridad se ha vertido, y lo que no puedo decir sin desfallecer, la multitud de almas que, por seguirme, estarán en los abismos». (Chávez, op. cit., p. 75.)

Y nótese que no se dirige nada más a los habitantes de la Nueva España, sino a los americanos todos, como compatriotas suyos, pues bien entendía ya que sus crímenes tenían trascendencia inevitable en toda la América Hispano-india.

Y seguía, mostrando lo más íntimo de su pena, de su arrepentimiento y de confianza en la misericordia de Dios:

«La santidad de nuestra religión, que nos manda perdonar y hacer bien a quien nos hizo mal, me consuela, porque espero que os compadeceréis de mí. Perdonadme unos, las víctimas, los males que os he inferido, y libradme vosotros, insurgentes, de la responsabilidad horrible de haberos seducido. Cierto de la misericordia del Señor, lo que me aflige son los prejuicios que he originado».

Exhortaba luego a sus secuaces a reconocer de nuevo a las autoridades contra las que se había rebelado; y prorrumpía, pensando de nuevo en Dios:

«Con qué satisfacción me arrojaré en los brazos de un Dios que si como justo me debe sentenciar, como padre piadosísimo me llama, y me da tiempo para que, desengañando al mundo, y arrepintiéndome, se vea en la suave precisión de decidir mi eterna suerte, según las promesas que nos ha hecho de que en cualquier día que el pecador se convierta, echará en perpetuo olvido sus iniquidades».

Todavía más, todo con una fe muy ortodoxa y pura y un profundo arrepentimiento:

«Estas prisiones que me ligan, y veo con reconocimiento, me convencen de que si El no me hubiera ayudado, ya habitara mi alma en los infiernos: el horror con que se me presenta la sangre que por mí se ha derramado, y el que me causa en la devastación de este florido reino, no puedo negar son aquellos auxilios con que (Dios) ponía a la vista de Israel, lo malo y amargo que es haberle dejado».

Sabe muy bien que si no fuera por la Misericordia de Dios, por su real arrepentimiento, tendría que sufrir «los tormentos del abismo… porque son mayores las culpas con que los merecí. Si un Dios infinito en sus perfecciones toleró lo que es más que el mismo infierno, ¿por qué no he de recibir gustoso lo que merezco, en satisfacción de su justicia…?».

Pero:

«Ni aun estos suplicios me aterran, a presencia de sus Misericordias, sé que el día que un pecador se arroja a sus pies, se regocija todo el cielo; sé que El es el mismo que a la oveja perdida, cuando la encuentra, no la pone al arbitrio de los lobos, sino (que), amoroso, la coloca sobre sus hombros, y que al hijo que había sido el oprobio de su familia lo recibe con ternuras tan singulares que pueden causar emulación a sus hijos más sumisos».

Acepta plenamente la pena capital, su ejecución, y aun con alegría:

«Quiero morir, y muero gustoso porque ofendí a la Majestad Divina, y a la humanidad y a mis prójimos: deseo y pido que mi muerte ceda para gloria de Dios y de su justicia, y para testimonio el más convincente de que debe cesar al momento la insurrección, concluyendo estas mis últimas y débiles voces con la protesta de que he sido, soy y seré por toda la eternidad católico cristiano».

Su conclusión de que «debe cesar al momento la insurrección» es perfectamente lógica y moralmente necesaria, sin dejar por esto de ser valerosa. Y a la misma conclusión llegará Morelos aunque con otras palabras, en su «Retractación» de los días 10 y 11 de diciembre de 1815, corroborada con su escrito del 12, en que le revela al Virrey Calleja los lugares en que los insurgentes tenían guardados materiales de guerra y dinero, habiendo hecho otras revelaciones en sus declaraciones de los días 28, 29 y 30 de noviembre y 1º de diciembre. (Virginia Guedea, José María Morelos y Pavón -Cronología-, pp. 208-221. UNAM. México. 1981.)

Y termina Hidalgo de esta cristiana manera:

«Espero que las oraciones de los fieles de todo el mundo –(de todas las naciones porque sabe que el escándalo de sus crímenes cundió por todas ellas)-, con especialidad de las de estos dominios, se interpongan para que, dándome el Señor y Padre de las Misericordias una muerte de amor suyo, y dolor de mis pecados, me conceda su beatífica presencia».

Este último Manifiesto de Hidalgo, íntegramente auténtico, pues todo él está escrito de su puño y letra, de dos cosas convence:

Primera: Hidalgo no es el iniciador de la Independencia sino exactamente del retraso de ella por los terribles males que a la Patria le causó: males que, según él mismo confesó, no se podrían reparar sino en mucho tiempo por un gobierno cristiano y estable; y precisamente por las condiciones en que la dejó no será posible la constitución de tal clase de gobierno: quedan sembrados en todas partes, en los mismos espíritus, los dientes del dragón, y desolado el país en lo material. El milagro realizado por don Agustín de Iturbide será, tendrá que ser efímero.

Segunda: en cambio, Hidalgo mismo nos enseña que la salvación del alma depende de un acto sincero y profundo de humilde contrición y de filial confianza en la infinita Misericordia de Dios: acto del que serán incapaces soberbios endemoniados como Melchor Ocampo, que la ofrecérsele un sacerdote para que arreglara sus cuentas con Dios, sabiendo que irremisiblemente se le iba a fusilar en aquellos momentos, contestó: Muchas gracias; no lo necesito, porque «yo estoy bien con Dios y Dios está bien conmigo». Siendo que quien con él estaba bien era Satanás, como estuche que era de miserables bajezas: por libertino, como mal padre, como perseguidor de la Iglesia y como traidor a la Patria con el tratado McLane-Ocampo: estas dos últimas bajezas en complicidad con Benito Juárez, cuya alma viera bajar al Infierno el Obispo de León, Don José María Diez de Sollano.

Suprema lección es esta de Hidalgo; pero no por ella es Padre de la Patria y mucho menos en el sentido de «Iniciador de la Independencia». Es un buen Maestro cristiano para bien morir; no lo es para bien vivir cristianamente, ni patrióticamente. Y conviene tener en cuenta que él no cometió el pecado contra el Espíritu Santo que consiste en pecar con ganas y con la presunción del perdón de Dios a última hora: si lo hubiera cometido no habría tenido perdón. Simplemente pecaba «con frenesí«, atolondradamente, pero sin ulterior pensamiento.

Sin oración, fatalmente degenera la acción, y sobre todo en un sacerdote. (Mateo XXVI,41.)

Sentenciado a muerte el 26 de julio, habiendo confirmado ante varios testigos cuanto había escrito en su Manifiesto -una prueba más de su autenticidad-, el día 29 se efectuaron las ceremonias de la degradación eclesiástica, necesaria para poder ser ejecutado, viéndosele siempre tan sereno que parecía indiferente.

La víspera de su ejecución pasó muchas horas en la capilla, orando a ratos y a ratos reconciliándose con un sacerdote, según testimonio de su custodio, el teniente Armendáriz.

Este es el Cura Hidalgo histórico, el que debería ser presentado por el Clero como ejemplo a los más tremendos pecadores, sobre todo a los culpables de crímenes de lesa Religión y de lesa Patria. Y su Proclama-Testamento claramente nos indica -quizá estando su alma todavía en el Purgatorio- su vivísimo deseo de tal presentación.

No se sabe qué día había escrito con carbón en la pared de la capilla estas palabras: «la lengua guarda el pescuezo», ¿con referencia a qué momentos? No se sabe. Y aquel mismo día 29 escribió con carbón dos décimas, dedicadas una al cabo Ortega y la otra al mallorquino Melchor Guaspe, alcaides de su prisión, que lo trataron con delicadeza.

Dice así la primera:

Ortega, tu crianza fina,
tu índole y estilo amable
siempre te harán apreciable
aun con gente peregrina.
Tiene protección divina
la piedad que has ejercido
con un pobre desvalido
que mañana va a morir,
y no puede retribuir
ningún favor recibido.

Ni se le pedía que lo retribuyera.

Y la segunda, mutilada no sé por quién ni cuándo:

Melchor, tu buen corazón
ha adunado con pericia,
lo que pide la justicia
y exige la compasión.
Das consuelo al desvalido,
en cuanto te es permitido;
partes el postre con él,
y agradecido Miguel
te da las gracias rendido.

Su serenidad siguió siendo absoluta porque absoluta era ya la tranquilidad de su conciencia en paz con Dios.

Pocas horas antes de la ejecución, el desayuno que se le sirvió fue menos abundante que de ordinario, y lo reclamó. ¿Inconsciente? No: Tranquilo y hasta humorista. Muy bien sabía que ya iba a ser ejecutado.

Cuenta el teniente Armendáriz que a la primera descarga, «el dolor lo hizo torcerse un poco… por lo que se le zafó la venda de la cabeza, y nos clavó aquellos hermosos ojos que tenía». Con la segunda descarga «se le rodaron unas lágrimas muy gruesas». Ni con la tercera descarga terminó su vida: «quizá sería -agrega Armendáriz- porque los soldados temblaban como unos azogados».

Era el 30 de julio de 1911, teniendo Hidalgo 58 años, 2 meses y 22 días: en la plenitud de su vida.

Arriba consigné los datos de don Ezequiel A. Chávez, en su Hidalgo, sobre el proceso de la Inquisición contra el Cura de Dolores. Veamos el «Dictamen sobre las Excomuniones del Cura Hidalgo», pronunciado por Jesús García Gutiérrez, José Bravo Ugarte y Juan B. Iguíniz a petición del Arzobispo de México don Luis María Martínez:

«El proceso contra el Cura Hidalgo. Consta con toda certeza que el 16 de julio de 1800 abrió la Inquisición una investigación sobre la vida, costumbres y doctrinas del cura Hidalgo por denuncia formal que hizo Fr. Joaquín Huesca; que en octubre de 1801 lo denunciaron los carmelitas de Valladolid; que a mediados de 1807 el Pbro. D. Manuel Castilblanco lo denunció ante el Comisario de S. Miguel el Grande y que el 15 de marzo de 1809 lo acusó Fr. Manuel Bringas».

Y este proceso no se concluyó.

Pero, por otra parte, en el edicto de «D. Manuel Abad y Queipo (…). obispo electo y gobernador de este obispado de Michoacán» se lee lo siguiente:

«… usando de la autoridad que ejerzo (…) declaro que el referido D. Miguel Hidalgo y sus secuaces (…) son perturbadores del orden público y perjuros y han incurrido del orden público y perjuros y han incurrido en la excomunión del canon Si quies, suadente diabolo, por haber atentado contra la persona y libertad del sacristán de Dolores, del cura de Chamacuero y de varios religiosos del Carmen de Celaya, aprisionándolos y manteniéndolos arrestados. Los declaro excomulgados vitandos-(o sea ya estaban juris et de jure excomulgados)- (…)»

Y hubo otros atentados, posteriores al edicto de Abad y Queipo: en la «Declaración del Cura Hidalgo» hecha en Chihuahua en mayo de 1811 ante su juez, de lee que:

«aquel ha reprendido al P. Corona en Guadalajara y ha llegado a arrestarlo, porque predicó contra la insurrección y porque no repicó cuando la toma de S. Blas»;

y que en Guadalajara:

«fueron ejecutados de su orden» como 350 españoles, «entre ellos un lego carmelita y un dieguino, si mal no se acuerda –(el propio Cura Hidalgo)-, que no sabe si era lego o sacerdote»;

y añadió:

«que es cierto que a ninguno de los que mataron de su orden se les formó proceso, ni había sobre qué formárseles, (pues) bien conocía que estaban inocentes» (Hernández y Dávalos, op. cit.).

Y es claro, digo yo, que el haber dicho que levantada la censura del Canon si quies, suadente diabolo…, el Canónigo Conde de Sierra Gorda, en Valladolid, al acercarse el Cura Hidalgo, por puro miedo, careció absolutamente de efecto. Excomulgado estaba el Cura y excomulgado siguió hasta que se arrepintió de todos y cada uno de sus pecados y crímenes y fue absuelto, en vísperas de ser ejecutado. Y absuelto quedó aun de la dicha excomunión, pero no antes. En artículo de muerte el excomulgado es absuelto en confesión por cualquier sacerdote, aun de excomunión reservada al Papa, en la que Hidalgo había incurrido. -énfasis añadido- (El dicho Canon es el número 15 del II Concilio de Letrán, X Ecuménico, de 1139.)

Nota de B&t: Cf: «La «excomunión» de Hidalgo» por la Dra. en historia, Guadalupe Jiménez Codinach

El del Cielo fue el único buen Robo de los muchos cometidos por Hidalgo.

De los 30 revolucionarios conducidos a Chihuahua fueron pasados por las armas: el ex-generalísimo Hidalgo (30 de julio de 1811), el generalísimo Allende, el capitán general Jiménez y el general Juan Aldama, los mariscales Santa María, Lanzagorta, Zapata y Camargo; los brigadieres Portugal, Carrasco y Mariano Hidalgo, el Ministro de Gracia y Justicia José María Chico, el torero verdugo Marroquín, etc.: en total 22. Seis fueron condenados a presidio, siendo el principal Abasolo, que murió en el Castillo de Santa Catalina de Cádiz el 14 de mayo de 1816; y 2 no fueron sentenciados. De los 10 eclesiásticos de Durango sólo escapó con vida el carmelita Fr. Gregorio de la Concepción, por tener causa pendiente en San Luis Potosí; los demás fueron fusilados en la Hacienda de San Juan de Dios el 17 de julo de 1812, después de la muerte del Obispo Olivares, que se negó a degradarlos; y no estando degradados, el Intendente Bernardo Bonavia ordenó que para fusilárseles se les quitaran sus vestiduras eclesiásticas y no se les tirase a la cabeza.

La ejecución que me parece injusta es la de Allende, porque él obró de buena fe, en nombre de Fernando VII y en todas las ocasiones trató de evitar y de impedir los desmanes de Hidalgo y de las chusmas.

Las cabezas de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez, «que se había cuidado de dejar intactas no dirigiendo a ellos los tiros, fueron llevadas a Guanajuato y colocadas en jaulas de fierro en cada uno de los ángulos de la Alhóndiga de Grabaditas, sus pendidas de unas barras que sobresalen a la cornisa. (…) El cadáver de Hidalgo y los de sus compañeros fueron sepultados en la capilla de la Tercera Orden de San Francisco de Chihuahua, de la que en el año 1824 fueron trasladados con las cabezas, que se quitaron del lugar en que estaban en Guanajuato, a la Catedral de México, en la que enterraron con gran solemnidad debajo del Altar de los Reyes, en la bóveda destinada antes a los Virreyes, y después a los Presidentes de la República (…)». (Alamán, Lucas, Historia de México, t. II, pp. 194-195. JUS.)

Nota de B&T: Comparar esta nota del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México -INEHRM-

General era en Europa la costumbre de exhibir en la picota, en lugar público, las cabezas de los grandes delincuentes, y dejarlas allí por mucho tiempo, para escarmiento. A fines del siglo XVIII estaba todavía en la picota, en Francfort, la cabeza de un delincuente político, desde 1616. (Goethe, Obras Completas, t. II, p. 1541. Aguilar.)

Tal costumbre tenía su remota raíz en la Roma Republicana: las cabezas de Marco Antonio, de Julio César y de otros eminentes políticos habían sido exhibidas, como si fueran de criminales políticos, en la Columna Rostral, en el Foro de Roma.

Quien quitó de los ángulos de la Alhóndiga de Granaditas las cabezas, las calaveras, mejor dicho, del Cura calavera y de Allende, Aldama y Jiménez fue don Atanasio Bustamante, al entrar a Guanajuato, durante el movimiento de Independencia, el 24 de marzo de 1821. Lo hizo con la expresa aprobación de Don Agustín de Iturbide, el Libertador, y seguramente logró que fueran aceptadas y guardadas en alguno de los templos de la dicha ciudad. Y cuerpos y cabezas -los cuerpos desde Chihuahua y las cabezas desde Guanajuato- fueron trasladados, como dice Alamán, a la Catedral de México, en 1824.

Desde la otra vida -quizá todavía desde el Purgatorio-, Hidalgo debe de haber aceptado el primer destino de su cabeza, por estrictamente justo; agradecido el traslado de su calavera a la Catedral de México, considerándolo inmerecido; y lamentando el último destino ante los indeseables homenajes de un Estado ateo y de turbas anárquicas, consolándose con la certeza de que con la insurrección de la carne vendrá el definitivo complemente de su liberación y gloriosa cabal demonstración.

De los restos de Morelos no se sabe donde están. ¿Se los llevó su hijo Almonte a París? Pero ni allí se han hallado. Esto lo sé por el señor Profesor Salmerón.

Nota de B&T: Ya se ha establecido y verificado que los restos de Morelos (entre otros) se encuentran en la Columna de la Independencia (ver reporte)

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