Posteado por: B&T | martes, abril 12, 2011

‘Inquisición sobre la Inquisición. Anticipo de un libro’ por Don Alfonso Junco


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Título: Inquisición sobre la Inquisición. Anticipo de un libro
Autor: Don Alfonso Junco
Cultura Española, 1938
Transcripción: Alejandro Villarreal (partes I y IV). Jesús Hernández de Lux Domini (partes II y III)

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Don Alfonso Junco. (Monterrey, 1896 – México, 1974) Escritor mexicano.

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Contenido:

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La Inquisición Española

i. Principio y fundamentos.

El solo nombre -Inquisición- evoca un fantasma sombrío. Han acumulado en él negruras, el espíritu de secta, la ignorancia, la credulidad. Examinemos sintéticamente este asunto con ánimo libre, con un desinteresado propósito de cultura y de comprensión.

Tema siempre actual, perpetuamente renovado y a toda hora aludido, tiene un simultáneo interés histórico y contemporáneo.

De las ideas nacen los hechos. Dejar en libertad al que predica que el robo es lícito y luego sumir en la cárcel al pobre diablo que roba, es injusticia, incongruencia, imprevisión; es complacencia para el intelectual y crueldad para el ignorante; impunidad para el de arriba y opresión para el de abajo. ¿No es más cuerdo, no es más humano atajar el mal en sus causas castigando a uno, que combatirlo en sus consecuencias castigando a cien?

Toda organización social, toda institución política, necesita y proclama, con necesidad inexcusable y vital, ciertos principios fundamentales que le sirven de cimiento y que no permite se socaven. En nuestros tiempos, que se dicen de libertad y tolerancia, y aun donde estas palabras no son falaz estruendo sino honrosa verdad, como en los Estados Unidos [¡Ah, los lejanos años 30’s!], los comunistas y bolcheviques, por ejemplo, son reprimidos legalmente. ¿Por qué? Porque sus prédicas subvierten las instituciones cardinales del país y son semilla de discordias y catástrofes.

Pues lo mismo pasaba, con creces, en la España del siglo dieciséis. Surgido de las ocho centurias heroicas de la Reconquista, que el ideal religioso era el alma del ideal patriótico, todo el régimen social y político se apoyaba en la unidad católica. Minarla era minarlo. Y la herejía era considerada por la ley –con unánime aplauso popular-, delito tan grave como hoy estimaríamos la traición a la Patria.

Los herejes, además, no eran corderos apostólicos como algunos suponen, sino gente agresiva y belicosa que ya había encendido conflagraciones sangrientísimas en Alemania, en Inglaterra, en Francia. Combatir la herejía era defender la paz. Lo excepcional del peligro pedía lo excepcional de la energía. Y de hecho España se libró de las feroces asoladoras, inacabables guerras religiosas que deshonraron y enloquecieron Europa; el preventivo de la Inquisición ahorró infinitos trastornos y vidas, pues –como declara el protestante William Cobbet- Isabel de Inglaterra hizo más estragos en un año que la Inquisición en todo el curso de su dilatadísima existencia. (“Historia de la Reforma Protestante en Inglaterra e Irlanda”, carta undécima, párrafo 338).

Cosa esencial y olvidadísima es que la Inquisición no era conquistadora, sino defensora; no miraba a hacer adeptos ni a forzar la consciencia de nadie, sino a evitar que errores forasteros prendieran su ponzoña disgregadora en la consciencia nacional. Prueba ostensible las juderías, los “ghettos”: barrios de judíos en que éstos podían, en la intimidad del hogar, practicar su religión y transmitirla a sus hijos sin que nadie lo impidiera. No se perseguía al judío, sino al “judaizante”, no al moro sino al “morisco”, o sea a quienes, habiendo abrazado la religión católica, resultaban conversos falsos y a menudo sacrílegos.

La Inquisición no era sólo aceptada, sino amada con fervor. Institución defensora del pueblo en lo que éste tenía de más entrañable y venerado, era intensamente popular, como lo reconocen cuantos han querido enterarse, aunque sean protestantes como Ticknor, Ranke y Prescott, o heterodoxos como Unamuno. Los que proclaman, pues, la soberanía del pueblo, el imperio de la voluntad popular, tienen que acatar en el Santo Oficio la encarnación de esa soberanía. Con la peculiaridad nada común de que el sentir del vulgo coincidía y se hermanaba con el de los doctos, como puede saberlo quienquiera que maneje a los áureos autores de aquellos días.

Ningún hombre sano y constructivo puede aceptar que la verdad y el error sean indiferentes y tengan iguales derechos. Pero el problema está en saber cuál es la verdad. ¿y quién tiene autoridad para decidirlo? Mirando estrictamente a lo espiritual, para el cristiano el problema está resuelto por el único que puede resolverlo: Dios. Y habiendo entonces unánime y fervorosa adhesión a la verdad revelada, había unánime y fervorosa convicción de que la fe, vida del alma, es más importante que la vida del cuerpo; la herejía era epidemia letal contra la que se establecía con aplauso un cordón sanitario; y si ahora aceptamos todos el castigo a los falsificadores de moneda y a los que, adulterando alimentos o medicinas, conspiran contra la salubridad pública, entonces aceptaban todos el castigo a los falsificadores y a los adulteradores que conspiraban contra la salud y salvación de las almas. Podemos pensar o no como ellos, pero debemos entenderlos. Eran las mismas razones de defensa personal y de bien público: sólo que nosotros mitamos la materia y ellos miraban al espíritu. Nadie puede dudar de la sincerísima buena fe, del ardor de caridad de aquellos hombres –y hablo aquí sobre todo de los eclesiásticos-; atribuirles, fundamentalmente, propósitos torcidos, miras de predominio, de crueldad, de opresión, es ignorar las realidades históricas y la psicología de la época.

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ii. Examen de intolerancias.

Algunos espíritus ilustrados se eximen de aspavientos ante la Inquisición, reconociendo que la intolerancia religiosa era entonces un hecho universal y que nadie puede tirar la primera piedra. Ciertamente. Bastaría para la vindicación histórica de Felipe II –que fue quien dio mayor auge a la Inquisición, fundada por la gran Isabel-, colocarse en su siglo y ver que habría sido una excepción ultraterrestre si hubiera inventado la tolerancia; invención, además, con la que hubiera hecho el cándido, pues sus enemigos –que eran religioso-político-guerreros- se le habrían echado encima y habrían acabado con España, con el genuino ser hispánico.

Pero hay mucho más. Nótese esta fundamental diferencia: Felipe II, lejos de oprimir con la Inquisición al pueblo español, interpretaba y condensaba su sentir; mientras que Enrique VIII, habiendo apostatado de su fe católica por motivos rastreros –negativa del Papa para casarse con Ana Bolena-, imponía a sangre y fuego sus devaneos teológicos al pueblo inglés, violentando vergonzosamente las conciencias. Uno defendía a su nación; otro la oprimía.

Y he aquí otra diferencia substancial. El español proclamaba los derechos de la verdad revelada, la obediencia debida a la Palabra de Dios depositada en su Iglesia; y a defender esa verdad que él no inventaba y que todos espontáneamente veneraban, era leal a su convicción y a su conciencia. En cambio el inglés proclamaba el libre examen, mientras enviaba al cadalso al que, examinando libremente, disentía de su antojadizo parecer. Y lo propio hacían Calvino y los demás corifeos protestantes; precursores de la Revolución Francesa, que proclamaba la libertad del pensamiento y guillotinaba a los que no pensaban como ella; precursores del liberalismo, que se desgañitaba en loas para la libertad, mientras en Francia, en España, en Italia, en Portugal, en la América Española, era perseguidor y carcelero de la religión nacional. No es justo confundir a estos farsantes con aquellos leales. ¡Y decir que estos farsantes son los que han clamado contra la Inquisición!

El espíritu católico estima que la unidad religiosa, cimiento irremplazable de unidad moral, de cohesión patriótica, de concordia de miras y de anhelos, es un inmenso bien, y que donde existe es justo salvaguardarlo. Pero cuando las condiciones son distintas, cuando las discrepancias existen ya, abre entonces la puerta a la tolerancia religiosa y a la pacífica libertad, sin que esta práctica implique la absurda teoría de que el error y la verdad merecen iguales prerrogativas. Tenemos, así, el hecho memorable y generalmente ignorado, de que los católicos fueron los fundadores de la libertad de conciencia en los Estados Unidos. Maryland, la única colonia católica de las trece primitivas de Norteamérica, fue la única que estableció al fundarse, en 1634, y proclamó por ley, antes que nadie –el 2 de abril de 1649-, la tolerancia religiosa. Así lo cuenta el protestante Bancroft, narrando cómo en aquella región católica presidida por Lord Baltimore, “muchos protestantes encontraban amparo contra la intolerancia protestante”. (History of the United States, cap. 7). Por cierto que poco después, preponderando en Maryland los puritanos, pagaron bochornosamente la generosidad católica, prohibiendo “el papismo” que los había acogido y amparado.

¿Podría ser más expresivo el contraste?

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iii. Procedimientos y víctimas.

Era la Inquisición un tribunal mixto: Eclesiástico y civil. Deseado y pedido por los Reyes Católicos, el Papa concedió su erección y de él derivaban su autoridad los inquisidores, ya que habían de entender en cosas de fe y religión.

Los eclesiásticos juzgaban si había o no delito, y en caso de arrepentimiento se absolvía al reo imponiéndole alguna penitencia; reclusión en algún convento u hospital, ejercicios espirituales, oraciones, limosnas… Para delitos mayores las penas civiles eran de cárcel, destierro, confiscación de bienes para la hacienda real, etc. Sólo en caso grave de reincidencia o de obstinación impenitente –después de dar al procesado tiempo y libertad para discutir con los teólogos, a fin de que éstos agotaran los medios persuasivos-, el reo era “relajado al brazo secular”, es decir, entregado al poder civil, el cual aplicaba el castigo correspondiente, según las propia legislación civil. Los eclesiásticos, pues, nunca absolutamente nunca, decretaban ni menos ejecutaban las sentencias de muerte, como piensan algunos que del Santo Oficio sólo tienen una confusa visión de frailes atizando hogueras.

Los autos de fe no eran el acto de achicharrar a nadie, sino las grandes solemnidades –con misa y predicación-, en que se leían públicamente las causas y sentencias de los reos. Muchas veces no había “relajados al brazo secular”, y en eso paraba todo. Cuando había “relajados”, allí se entregaban a la autoridad civil, la cual, en otro sitio, decretaba la pena capital, que era ejecutada generalmente en lugar muy distante. Por ejemplo, en México, los autos de fe solemnes solían ser en la Plaza Mayor, y las ejecuciones en la Alameda. Era rarísimo el reo a quien se quemaba vivo; casi todos ejecutábanse primero, dándoles garrote, y se incineraba después su cadáver. (En el auto de 1649, el más importante y sonado de los de Nueva España, sobre ciento nueve reos sólo trece fueron ejecutados, y de ellos sólo uno quemado vivo: el célebre Tomás Treviño de Sobremonte).

La hoguera, por lo demás, no era horror privativo de la Inquisición, sino forma de ajusticiar tan común entonces como ahora el fusilamiento o la silla eléctrica, y se usaba también para delitos del orden civil. (En México había para esto, brasero aparte en San Lázaro).

Jamás empleó el Santo Oficio los descuartizamientos y vivisecciones usados en Francia, Inglaterra y otras partes, a propósito de lo cual es interesante recordar al Marqués de Pombal, insigne perseguidor y “amigo de las luces”, que ya muy entrado el siglo dieciocho, mandaba ejecutar esta terrible sentencia en el Duque de Abeiro, por conspirador: “en un cadalso elevado de modo que su castigo pueda ser visto de todo el pueblo, escandalizado de su horrible delito, después de romperle las piernas y los brazos sea expuesto sobre una rueda para satisfacción de los vasallos presentes y futuros de este reino, y en seguida de esta ejecución se le queme vivo con el cadalso en que fuere ajusticiado, hasta que se reduzca todo a cenizas y polvo, que deberán arrojarse después al mar…” Esto era en Lisboa, en 1759. Pero sobre ello y sobre mil cosas semejantes se guarda alto silencio, mientras se vocifera noche y día contra la Inquisición, que se distinguió precisamente por ser menos rigurosa en medio de las ásperas usanzas de la época.

Cuanto al número de “víctimas”, se ha inflado de modo ridículo. Ya analizaremos las cuentas del Gran Capitán de los calumniadores de la inquisición: don Juan Antonio Llorente. Sólo digamos ahora de paso, que en la vastísima extensión de la Nueva España y en el curso de tres siglos, el total de ajusticiados fue de cuarenta y tres individuos. ¡Una verdadera decepción! ¡Las célebres hogueras quedan desprestigiadas! (Véase el cómputo del P. Mariano Cuevas –“Historia de la Iglesia en México”- que modifica en unas cuantas unidades el de García Icazbalceta y el reproducido por González Obregón en su “México viejo”).

Y no huelga aquí recordar que el Santo Oficio para nada se metía con los indios, expresamente exentos de su jurisdicción. Pero, naturalmente, no ha faltado quien diga que los sacrificios sangrientos de los indígenas –en que morían millares en un día- quedaron “compensados” con las matanzas inquisitoriales…

Nuestro Riva Palacio que, aunque cargado de prejuicios, trasegó muchos papeles de la Inquisición, confiesa en el segundo tomo de “México a través de los siglos”, que “si se estudia la institución del Santo Oficio por sus reglamentos, sus instrucciones y sus formularios, seguramente poco habrá que tachársele, pues a excepción del riguroso secreto que exigía en todos sus trabajos, apenas podrá encontrarse en su manera de sustanciar procesos, algo que difiera de lo que, por derecho común, los jueces ordinarios practicaban en esa época”.

Y lo estatuido, se practicaba escrupulosamente. Allí están nuestros archivos, atestados de procesos que lo atestiguan. Allí está el de fray Luis de León y otros célebres, que corren impresos. Hasta la última minucia se hacía constar por escrito. Si de algo puede tildarse a la Inquisición es de su lentitud, que provenía justamente de la estricta observancia del formulismo legal, de los plazos sucesivos para declaraciones, pruebas, contrapruebas, etc.: pero ellos garantizaba todos los derechos de defensa del reo y desterraba posibilidades de error o arbitrariedad.

El secreto tuvo origen en la necesidad de proteger a los testigos de cargo, contra las venganzas que los reos –sobre todo judíos poderosos- solían mandar ejecutar en ellos. Protegía, además, al reo mismo, si resultaba inocente, ya que la sola sospecha de herejía era entonces deshonra social. Sirvió, por otra parte, como elemento de saludable temor preventivo, que sin rigor material precavía delitos y en consecuencia ahorraba castigos. Y ahora que cualquier estudioso puede escudriñar las intimidades inquisitoriales, ya está visto que el secreto no encubría nada turbio. Causas y castigos tenían, a su tiempo, extraordinaria publicidad en los autos de fe, pues buscábanse efectos de ejemplaridad. Todas las fantasmagorías de emparedamientos y ejecuciones misteriosas, son trasnochadas fábulas para bobos.

La tortura, empleada a la sazón en todos los tribunales de Europa –no como castigo, sino como medio de averiguación-, se usó por el Santo Oficio con parquedad y templanza excepcionales entonces, con asistencia de médico que atemperaba la prueba a la resistencia del reo, el cual era después atendido y curado. Y fue la Inquisición el primer tribunal del mundo que abolió la tortura. Hablar, pues, de “tormentos inquisitoriales” como prototipo de horror, es simple y sencilla ignorancia, tan lamentable como difundida.

En esto, como en todo, marcó la Inquisición rutas de mejoría, suavidad y misericordia. Ejemplo notable, los “edictos de gracia”. Siempre, al establecerse en un lugar la Inquisición, y luego periódicamente, promulgábanse seso edictos, de acuerdo con los cuales, quienes en un plazo fijado se presentaran a declarar, con arrepentimiento, sus culpas, eran completamente absueltos.

Según el propio Llorente en su maligna “Historia crítica de la Inquisición”, ningún prisionero era oprimido con cadenas o cepos –y aquí cabe recordar a Morelos, con ellos bajo la justicia real, sin ellos bajo el Santo Oficio-; sus cárceles eran “buenas piezas, altas, sobre bóvedas, con luz, secas y capaces de andar algo”: verdaderos palacios para lo que entonces se estilaba. Todos sus procedimientos, en fin, eran de lo más suave dentro de las férreas costumbres del tiempo. Así, don Juan Valera, espíritu nada timorato ni angosto ha podido afirmar que “la Inquisición de España casi era benigna y filantrópica comparada con lo que en aquella edad durísima hacían Tribunales y Gobiernos y pueblos”. (Discursos Académicos. Respuestas a Núñez de Arce en su recepción).

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iv. Resplandores inquisitoriales.

No puso la Inquisición trabas al genio ni grilletes a la inteligencia. En su ramo exclusivo, el religioso, no podía oprimir a escritores que eran todos espontánea y medularmente católicos; y en lo demás, envidia da la libre intrepidez con que entonces se hablaba y escribía. Nunca el genio español ha pensado con más nervio, originalidad y brío que en plena Inquisición, y da la casualidad de que con ella coincidía la edad de oro de las letras españolas. ¿No es verdaderamente risible hablar aquí de ingenios oprimidos y aherrojados?

Una extendida ignorancia fantasea que el Santo Oficio era instrumento de opresión de “los curas” contra los demás. Pero precisamente contra los eclesiásticos –más ocasionados a intervenir en cuestiones de fe- eran muchísimos procesos, con tan austera rectitud y democrática igualdad ante la ley, que no importaba que el procesado fuera Primado de las Españas y amigo del monarca, como el cardenal de Toledo fray Bartolomé de Carranza. Y en cuestiones de moral, los sacerdotes que faltaban a sus deberes o en cualquier forma –particularmente en el tribunal de la penitencia-, abusaban de su ministerio, eran descubiertos y castigados rigurosamente, siendo en esto la del Santo Oficio una labor trascendental y benemérita.

Es curioso también que la Inquisición, juzgada rutinariamente como cosa de fanatismo, haya sido el baluarte más recio contra los fanatismos, supersticiones y quimeras que nunca dejan de medrar entre el vulgo. Brujas, hechiceros, falsarios de la devoción, de la profecía y del milagro, eran combatidos con energía por el tribunal de la fe. A este propósito, hablando Rivadeneira de la sabia cautela de San Ignacio –más atento a las sólidas y humildes virtudes que a las apariencias extraordinarias de santidad-, recuerda “los ejemplos que hemos visto estos años pasado en muchas partes… pareciendo unas mujeres con llagas, otras con raptos y arrobamientos fingidos”, muchos falsos profetas y otros embusteros tan consumados, que lograron engañar hasta a personas graves, “y si el Santo Oficio de la Inquisición no pusiera la mano y no averiguara la verdad y castigara los culpados, por ventura duraran más estos artificios y embustes. Pero con el castigo se atajó el mal…”

Con este respeto convencido, con esta experimentada certidumbre del carácter benéfico y venerable de la Inquisición, hablan todos sus contemporáneos ilustres: Bernáldez, Zurita, fray Luis de Granada, Santa Teresa, Mariana, y entre nosotros Zumárraga y nuestros mejores apóstoles. ¿Y quién fue la fundadora, sino la incomparable Isabel? ¿Quiénes los inquisidores, sino hombres conspicuos por la virtud, la ciencia y el seso, como el enorme cardenal Jiménez de Cisneros, como fray Diego de Deza, el protector de Colón, como el benigno don Alonso Manrique, amigo de Erasmo? Y Lope de Vega, rioja, Rodrigo Caro y mil más, ¿no llevaban a honor el pertenecer al Santo Oficio?

Esto sólo debe hacer meditar a los reflexivos, considerando que institución unánimemente aprobada, lo mismo por el instinto popular que por varones eximios, ha de haber respondido a necesidades y conveniencias patentes, y no ha de haber sido ese monstruo deforme y tenebroso que nos quiere pintar un inconsulto sectarismo.

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v. Distingos y remate.

Lo expuesto no tiende a cohonestar excesos, desviaciones, extravíos, abusos. ¿Dónde no los hay, habiendo hombres? Pero ¿condenaremos la judicatura por los jueces venales, o la medicina por los médicos vividores? Dos observaciones capitales cabe hacer, en este punto, sobre la Inquisición: en su apogeo del siglo dieciséis; en su decadencia del siglo dieciocho.

Bajo los Borbones, desde la centuria decimoctava, regalistas, volterianos y jansenistas tuvieron preponderancia en el Gobierno español e influyeron con más o menos presión en el Santo Oficio, tratando astutamente de desfigurar su auténtica fisonomía y de emplearlo como instrumento político. Milagro fue que sólo lo consiguieran con intermitencias y a medias. Cuando llegaron a ser secretarios individuos como Llorente –que entre los cargos principales que hace a la Inquisición pone el honrosísimo de su independencia y valentía ante el poder civil-, ya se verá que el Santo Oficio había venido a desvirtuarse, perdiendo su espíritu vital, para acabar por ser sombra y caricatura de sí mismo, como cuando en nuestra patria formaba endeble proceso de herejía a Morelos, sólo para debilitar y descalificar a la revolución, con beneficio de la paz y del Gobierno establecido.

Por lo que toca a su época de genuino apogeo, aunque es justo reconocer que los tiempos eran excepcionales y crudelísima la agresión protestante, el rigor de la Inquisición fue muy severo y pudo acaso haber ahorrado ejecuciones capitales. Los Papa hicieron repetidas instancias y reclamaciones –aunque no siempre justas- a la corona de España para que moderara los castigos y se inclinara a la indulgencia; dieron generosa hospitalidad a los fugitivos que en sus Estados se refugiaban, llegando la ciudad eterna a ser llamada “el paraíso de los judíos”; y la Inquisición romana, por su parte, casi nunca empleó la pena de muerte, siendo Roma el lugar de la tierra en que menos ha padecido la humanidad por disidencias religiosas.

Concluyamos con un llamamiento a la reflexión, al examen directo, a la honrada rectificación. Cuantos tengan desinteresado interés por la verdad, y poco amigos del rebañismo, no quieran hacer coro rutinario a las inepcias que el sectarismo y la mala fe han venido gritando y amplificando hace siglos contra la Inquisición, rompan por fin la cadena de gente sencilla –o culta en otras cosas- que, aplastada con el peso de tanta y tan tesonera declamación, ha aceptado como cosa entendida y resuelta lo de los máximos horrores y monstruosidades inquisitoriales.

1928

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El Gran Capitán Llorente.

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Don Juan Antonio Llorente

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Es célebre su nombre, siempre asociado al resplandor de las hogueras inquisitoriales. ¿Quién fue Llorente y cuál es el valor de su persona y de su obra?

Don Juan Antonio Llorente, sacerdote español, nació en 1756 y murió en 1823. Contaminado de liberalismo regalista, ya para 1784 se había curado de toda «levadura ultramontana», según él mismo cuenta, no obstante lo cual aceptó, al año siguiente, el cargo de comisario de la Inquisición de Logroño, pasando luego a Madrid a ser secretario general, de 1789 a 1791. La autoridad eclesiástica hubo al cabo de destituirle, recluyéndole por un mes en un monasterio.

Hombre ladino y de ancha manga, los propósitos cismáticos de Urquijo y Caballero, ministros de Carlos V, encontraron en él publicista defensor, y cuando Godoy tramó despojar de sus fueros a las provincias vascongadas, preparó Llorente el terreno con las Memorias Históricas relativas, escritas a sueldo del ministro.

«Tenía Llorente razón en muchas cosas, mal que pese a los vascófilos empedernidos»-dice Menéndez Pelayo en Los Heterodoxos Españoles-, pero procedió con tan mala fe, truncando y aun falsificando textos y adulando servilmente al poder regio, que hizo odiosa y antipática su causa».

Cuando los franceses invadieron España en 1808 y plantaron en el trono al hermano de Napoleón, suscitando la gloriosa resistencia popular que culminó en Bailén y Zaragoza, Llorente se puso al servicio del invasor: divulgó folletos en que defendía la dominación francesa y llamaba a los héroes españoles «plebe canalla y vil, pagada por el oro inglés», y trazó opúsculos canónicos para favorecer las ambiciones regalistas de José Bonaparte.

Diósele el cargo de «Director de Bienes Nacionales», que no eran otros sino los usurpados a los patriotas y a los religiosos, pero los mismos franceses lo separaron del empleo, por habérsele acusado de una «filtración» de once millones de reales. No se probó el delito, mas Llorente no fue repuesto.

Abolido el Santo Oficio, el ex secretario se hizo cargo de sus papeles, quemó unos, conservó los restantes, y además de escribir su Memoria histórica sobre cuál ha sido la opinión nacional en España acerca del tribunal de la Inquisición (1812), fue preparando su célebre Historia Crítica de la Inquisición Española. Sorprendióle en esto la retirada de los franceses en 1813 y con ellos tuvo que partir, llevándose de paso muchos importantes documentos del Santo Oficio de Aragón, que con toda frescura se apropió, vendiéndolos luego a la Biblioteca Nacional de París, donde pueden verse en dieciocho volúmenes.

En francés apareció el año de 1817 y después en castellano (1822), su famosa Historia que, ayuna de probidad y henchida de escándalo, obligó al arzobispo de París a retirar al autor las licencias de confesar y predicar.

Llorente se echó entonces del todo en brazos de la masonería, con cuyos socorros fue viviendo. Ya antes había en vano reclamado su canonjía de Toledo y otros beneficios, llegando para ello a adular a Fernando VII con una diligentísima Ilustración del árbol genealógico de Su Majestad (1815) en que por ramas y follajes de catorce centurias, va a hallar el trono en Sigerdus, rey de los sajones del Siglo V.

El descenso fue acelerándose. Publicó Llorente, aunque atribuyéndolo a «un americano», cierto proyecto de Constitución Religiosa (1819), con que pensaba seducir a las nacientes naciones hispanoamericanas y que toca en protestante y herético; luego produjo su Retrato político de los Papas, orilla sectaria en que llega a prohijar muy en serio la risible y desacreditada paparrucha de la «Papisa Juana»; y deshonró, por último, sus canas sacerdotales, traduciendo la novela pornográfica del convencional Louvet, Aventuras del baroncito de Faublas. El gobierno francés lo desterró con ocasión de estos dos últimos escándalos, y Llorente -aprovechando la amnistía liberal decretada en 1820-, volvió a Madrid, donde falleció a los pocos días de su regreso, el 5 de febrero de 1823.

La vida de Llorente le recomienda poco. Acomodaticio, cortesano y sin escrúpulos, ignoró la elevación moral y la entereza de carácter. Fue infiel como sacerdote, infiel como patriota, infiel como historiador.

Erudito de memoria tenaz y de incansable aplicación al trabajo, registró mil papeles y acopió muchos datos provechosos, pero, además de su claudicante probidad, intelectualmente es de una mediocridad desoladora, y su estilo es tan pobre y achatado como su crítica.

Por mí mismo lo digo, después de haberme metido en ese «matorral de verdades y de calumnias» que es su Historia de la Inquisición. Magistralmente la ha juzgado Menéndez Pelayo en sus Heterodoxos Españoles -obra suculenta y poderosa que es preciso leer y no sólo citar-, y antes y después lo han hecho, entre otros, precisando los yerros y tergiversaciones de Llorente, García Rodrigo en su Historia verdadera de la Inquisición, Ortí y Lara, los protestantes alemanes Oscar Peschel (1858) y Ernesto Schaefer (1902), el jesuita Ricardo Cappa en su sólido y vivaz compendio sobre La Inquisición Española (Madrid 1888)…

La obra de Llorente, desacreditada ante todos los hombres de ciencia, es clásica como tipo de amañada improbidad. Lo cual no impide, por supuesto, el que sectarios y jacobinos -rezagados perpetuamente, aunque sin duda por antífrasis, se autotilan avanzados- tengan a Llorente por pontífice máximo y tremolen su nombre como una bandera de combate, en la que centellea la pavorosa cifra de «víctimas» de la Inquisición, por el exsecretario computadas.

Ya examinaremos esas cuentas de llorente, que tienen más miga y sugerencia que las del Gran Capitán.

1928

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Las cuentas del Gran Capitán.

i. Introducción.

Instinto y hábitos de contador me han dado impulso y paciencia para compulsarle las cuentas al gran capitán de los declamadores contra el Santo Oficio.

Don Juan Antonio Llorente dispone de los archivos de la Inquisición, registra innumerables documentos, explota con laboriosa erudicción un campo entonces casi virgen, escribe con estilo sosegado, recalca a cada paso su imparcialidad y la apoya en algunas verdades y rectificaciones favorables que entrevera con aderezadas mentiras y tergiversaciones. Pudo por todo ello, en sus días, sorprender hasta a gente docta como Prescott; y aun ahora, que está descalificado redondamente, sus números invitan a suponer que el cálculo, aunque abultado, respode en alguna base documental.

El lector se asombrará conmigo, al comprobar que no hay ni sombra de tal base.

De la amazacotada prosa de Llorente en su Historia Crítica de la Inquisición Española (Madrid, 1822), he sacado un cuadro completo de los ejecutados que calcula en los 328 años de existencia del tribunal, desde 1481 hasta 1808 en que lo abolió el invasor francés.

Estos ejecutados eran los «relajados en persona al brazo secular», o sea, entregados al poder civil, para ser por él sentenciados, muertos e incinerado su cadáver, pues eran rarísimos los quemados vivos. Había, además, los «relajados en estatua», o sea, ausentes, prófugos y difuntos, a quienes se seguía procesa y cuya efigie o estatua se quemaba (¡allí me las den todas! dirían ellos), lo cual indica, entre paréntesis, un superior espíritu de ejemplaridad y de justicia «metafísica». Había, por último, los reconciliados o penintenciados.

He aquí los totales que saca Llorente (capítulo 46 artículo 1), para esa triple clasificación:

I.- «Quemados en persona (que, entiéndase bien, significa quemados vivos): 31,912».

II.- «Quemados en estatua: 17,659».

III.- «Penitenciados con penas graves: 291,450».

Eso de «penas graves» lo pone el secretario para despistar, pues comprende allí al inmenso número de los que, en virtud de los «edictos de gracia» con que iniciaba sus labores la Inquisición (¿qué otro tribunal del mundo hace tal cosa?), eran perdonados y reconciliados con leves penitencias de índole espiritual, como salir los viernes en procesión de disciplinantes, según lo cuenta el contemporáneo Bernáldez (Historia de los Reyes Católicos, cap. 44). Pero para Llorente todos esos son «víctimas», y con los tres sumandos antedichos forma su impresionante total de 341,021.

Sólo me ocuparé de los ejecutados en persona, que es lo que más importa, además de que las otras cifras siguen el compás de la primera, y derribada ésta, vienen al suelo las restantes.

Vamos a cuentas.

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ii. Mariana Falsificado

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Juan de Mariana (Talavera de la Reina, 1536 – Toledo, 16 de febrero de 1624), jesuita, teólogo e historiador español

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Tiene la palabra Llorente, capítulo 8, artículo 4:

«Juan de Mariana, con presencia de los papeles antiguos, escribió que en Sevilla se quemaron, en el primer año de la Inquisición, dos mil personas y más de dos mil estatuas, y que hubo diecisiete mil penitenciados. Pudiera yo decir, sin temeridad, que otro tanto pasaría en las otras ciudades en el primer año del establecimiento de su respectivo tribunal; pero por moderación quiero suponer que sólo se verificase una décima parte, puesto que decían ser la difamación en Sevilla mayor que en otras partes».

Por tanto, Llorente aplica dos mil ejecutados a Sevilla en 1481, y -deslumbrándonos con su moderación- sólo doscientos en el primer año de su establecimiento a cada uno de los doce tribunales siguientes: Córdoba, Jaén, Toledo, Extremadura, Valladolid, Calahorra, Murcia, Zaragoza, Valencia, Barcelona, Mallorca y Cuenca. O sea un total de cuatro mil cuatrocientos ejecutados estimativos para un solo año, con base en el testimonio de Mariana. Testimonio tan caro al secretario que vuelve a él constantemente; por ejemplo, cap. 5 art. 4, cap. 7 art. 2, cap. 46 art. 1, y aunque nunca da el texto, da la referencia:

Historia de España, libro 24, capítulo 27. ¿A quién puede caberle duda?

El mismo padre Cappa, en su excelente Inquisición Española, toma por cierto que Mariana haya asentado aquello, aunque le parece un error evidente.

Pues bien: abran ustedes la Historia de España, que no es ningún libro esotérico, en el señalado capítulo 17 del libro 24, y verán que Mariana da aquellas cifras, pero no para un solo año, sino para muchos, ni para sola Sevilla, sino para toda España, ni «con presencia de los papeles antiguos», sino salvaguardándose en la irresponsabilidad de un «dicen».

Pongo a continuación el texto:

«Mejor suerte y más venturosa para España fue el establecimiento que por este tiempo se hizo en Castilla de un nuevo y santo tribunal de jueces severos y graves, a propósito de inquirir y castigar la herética pravedad y apostasía…

Por entonces fue nombrado por inquisidor general fray Tomás de Torquemada, de la orden de Santo Domingo, persona muy prudente y docta y que tenía mucha cabida con los Reyes por ser su confesor, y prior del monasterio de su orden de Segovia…

Publicó el dicho inquisidor mayor, edictos en que ofrecía perdón a todos los que de su voluntad se presentasen. Con esta esperanza dicen se reconciliaron hasta diecisiete mil personas entre hombres y mujeres de todas edades y estados; dos mil personas fueron quemadas, sin otro mayor número de los que huyeron a las provincias comarcanas».

Como se ve, inventa Llorente que Mariana habla de Sevilla; inventa que cita el año 1481, pues aquí se habla vagamente de todo el primer período, y se alude concretamente a Torquemada, que no fue inquisidor general sino hasta 1483, como el propio Llorente informa en otro sitio; inventa, para dar majestad y solidez al número, que Mariana se apoya «en papeles antiguos», cuando se ampara en un «dicen», y reproduce un número redondo forjado a ojo de buen -o mal- cubero.

Quien de tal manera mienta en cosa tan fácil de comprobar (aunque nadie la compruebe porque el mismo desplante de la reiterada cita parece desautorizar toda sospecha racional), ¿qué fe merece cuando afirma bajo su palabra o aludiendo a documentos inasequibles para el lector? ¿Y qué nombre le toca sino el de falsario, ni qué reputación sino la de embustero?

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iii. Bernáldez Falsificado

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Andrés Bernáldez, (Fuentes de León, Badajoz , hacia 1450 – Los Palacios y Villafranca, 1513), conocido como el cura de los Palacios, fue un eclesiástico e historiador español

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Vimos que al tribunal de Sevilla le adjudica Llorente dos mil fantásticos cadáveres por el solo año de 1481, y que calculando «por moderación» que en otros doce tribunales sería la décima parte en el primer año de su respectivo establecimiento, saca un lucido total de cuatro mil cuatrocientos muertos… que quedan resucitados de golpe con sólo evidenciar, como lo hicimos, que Llorente falsifica la cita de Mariana en que se apoya.

Inmediatamente después (capítulo 8 artículo 4), sigue el ex secretario por el mismo camino. Oigámosle: «Andrés Bernáldez, historiador coetáneo, dice que en los ocho años inmediatos, es decir, desde 1482 hata 1489, ambos inclusive, hubo en Sevilla más de setecientos quemados… Creo que otro tanto sucedería en el segundo año y siguiente de las otras inquisiciones, porque no descubro causa para lo contrario; pero, no obstante, sólo calcularé la mitad por moderación».

Así, por estos ocho años, aplica 88 ejecutados anuales a Sevilla, y 44 a los otros tribunales, advirtiéndose desde luego la arbitraria incongruencia de que, en el cálculo precedente, daba a las demás inquisiciones la décima parte que a Sevilla, y ahora la mitad.

Si estimaba justo el décimo, dado que Sevilla era foco principalísimo y resultaba risible comparar con el suyo los otros tribunales -salvo acaso el de Córdoba-, ¿por qué muda de criterio al renglón siguiente y ahora les quintuplica la ración, engordando así la cuenta que da gozo verla de rolliza y prosperada?

Más, aparte de este capricho, volvió aquí Llorente a falsificar la cita que invoca, pues Bernáldez clara y explícitamente dice que su estimación comprende los años de 1481 a 1488, y tres veces menciona el 1481; pero el secretario necesitaba acomodar en él los famosos dos mil cadáveres de Mariana, y no le quedaba más recurso que escamotear ese año, y escribir, mintiendo a sabiendas, que Bernáldez hablaba de 1482 a 1489.

Pudo Llorente acariciar acaso esperanzas de impunidad en este fraude, porque en su tiempo La Historia de los Reyes Católicos del honradote, ingenuo y delicioso Cura de los Palacios (Bernáldez que recuerda a nuestro Bernal), era manuscrito inaccesible salvo para unos cuantos eruditos; pero ediciones posteriores han vulgarizado este tesoro, y abriéndolo por el capítulo 44 puede leerse lo que sigue:

«Vinieron los primeros Inquisidores a Sevilla, dos frailes de Santo Domingo, un provincial e un vicario, el uno llamado fray Miguel (Morillo) y el otro fray Juan (de San Martín)… Con gran diligencia comenzaron su inquisición en comienzo del año 1481…»

Por entonces sobrevino en Sevilla una terrible epidemia de la que habla el cronista, y añade para nuestro propósito: «E en aquel año de ochenta y uno, desque los inquisidores vieron que crecían las pestilencias en Sevilla, fuéronse huyendo a Aracena… Y aquel año, desque cesó la pestilencia, volviéronse los inquisidores a Sevilla e prosiguieron su inquisición fasta todo el año de ochenta y ocho, que fueron ocho años; quemaron más de setecientas personas y reconciliaron más de cinco mil…»

Comprobado el embuste de Llorente, digamos que estos números del cronista, globales, imprecisos y en boca de andaluz, nunca pueden servir de base estadística, y menos extendiéndola arbitrariamente a los demás tribunales.

El propio Llorente, sin pensarlo, nos da argumento en este sentido. En el capítulo 7, artículo 2, relata «lo sucedido en el principio de la inquisición de Toledo. Habiéndose trasladado allí, en mayo de 1485, el tribunal que había estado en Villarreal, y publicándose el edicto de gracia con término de cuarenta días, se espontanearon muchos cristianos nuevos… Pasados los noventa días del segundo y tercer edicto, los inquisidores comenzaron a procesar con tal vehemencia, que para el domingo día 12 de febrero de 1486, ya celebraron un auto de fe, sacando en él 750 personas de ambos sexos a reconciliación»

Enumera con sus fechas los cinco autos de fe celebrados ese año, en cuatro de los cuales no hubo un solo relajado en persona, habiendo 27 en el otro.

«Finalmente»-concluye el secretario, «hubo aquel año en Toledo veintisiete quemados en persona».

Pues bien: si él sabe documentalmente -supongamos cierto el dato-, que ese año de 1486, primero de la inquisición toledana y en que se procedió con la excepcional vehemencia que él pondera y censura, hubo sólo 27 ajusticiados, ¿con qué lealtad y con qué sindéresis se atreve a fantasear 200 para el primer año y 44 para cada uno de los seis años siguientes?, Si posee el documento, ¿Por qué conscientemente lo arrincona y se entrega a una fantasía sin seso ni probidad?

Como es difícil mentir bien y Llorente se muestra desordenado y olvidadizo, está sembrado de contradicciones. Por ejemplo, en cuanto a los ejecutados al principio en Sevilla, ha aplicado dos mil para 1481, falsificando a Mariana, y ha retrasado expresamente para 1482 a 89 lo que Bernáldez dice para 1481 a 88. Pues en el capítulo 47 artículo 1, en que hace «un compendio cronológico» de los hechos más notables» de la Inquisición, pone lo de Bernáldez en su lugar correcto (1481), y luego en 1482 asienta:

«En el discurso de este año se queman en Sevilla dos mil personas»; Llorente no podía perder estos dos mil vistosos cadáveres, y desalojados de su sitio original, tuvo que trasladarlos precipitadamente al que encontró más cerca.

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iv. La Inscripción de Sevilla

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Vista de Sevilla. ILUSTRACIONES de la INQUISICIÓN MYSTÈRES DE L´INQUISITION ET AUTRES SOCIÉTÉS SECRÉTES D´ESPAGNE par M. V. DE FÉRÉAL, PARIS 1845

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Prosigue Llorente su cómputo, capítulo 8 artículo 4:

«Año 1524 se puso en la Inquisición de Sevilla una inscripción de la que resultaba que, desde la expulsión de los judíos (verificada en 1492) hasta entonces habían sido casi millares los quemados»

Transcribe la inscripción latina en que consta la vaga y anómala expresión «casi millares» (fere millia), pero ni siquiera dice de dónde copia ese texto, carente así de solidez y autenticidad comprobable. Y a quien comprobadamente ha cometido gruesos fraudes en las dos citas precedentes, ¿qué crédito puede dársele en ésta, cuando omite hasta la fuente de que la toma?

Basado en la inscripción, Llorente supone un millar de ejecutados para esos 32 años, o sean 32 ejecutados anuales, y aplica la mitad otra vez (no ya la décima parte que antes le había parecido justa), a cada uno de los demás tribunales.

Extiende el mismo cálculo a los dos años anteriores que le quedaban pendientes (1490 y 91), y redondea así una bonita suma en ese tercio de siglo.

Siempre esforzándose, eso sí, «por que resulte más el sistema de moderación» y luchando por «disminuir el número de castigados cuanto permitan las circunstancias. «Nos hemos propuesto huir del peligro de que se piense que procuramos exagerar». «No quiero que nadie pueda con verdad afirmar que pretendo abultar los males…» ¡Tal es el inocente secretario!

Lo transcrito figura en el capítulo 46, artículo 1, donde hace el cómputo general y definitivo de «víctimas», y al que pertenece todo lo que sigue.

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v. El Periodo del «Porque sí»

Hasta aquí ha habido tres fuentes: Mariana, falsificado; Bernáldez, falsificado; inscripción de Sevilla, vaga y sin garantías.

Ahora viene el que yo llamo «periodo del porque sí». Dilatado periodo: desde 1524 hasta 1744, o sea 221 años.

En el decurso de su obra, Llorente riega algunas alusiones a relatos que ha visto de autos de fe, y llena los inmensos vacíos de su información -o de su probidad- extendiendo la proporción «mortuoria» de aquellos autos, a larguísimas temporadas.

Y al formular este inventario general del capítulo 46 artículo 1, dice escuetamente: «se calculan» tantas víctimas por año en cada tribunal; no apunta razón ni referencia alguna; sencillamente porque se le ocurre, porque le place, «porque sí»..

Y lo curioso es que después, muy serio, va repitiendo sus cifras como hechos consumados.

Empieza el período con quince tribunales: Sevilla, Córdoba, Jaén, Toledo, Extremadura, Valladolid, Calahorra, Murcia, Zaragoza, Valencia, Barcelona, Mallorca, Cuenca, Granada y Canarias. Surgen más tarde el de Santiago de Galicia, en 1573, y el de Madrid, en 1705.

(Advierto que yo no me he metido a comprobar ni el número ni la fecha de erección de los tribunales, cosa que habría también que compulsar. Noto de paso, que hay alguna discrepancia entre los tribunales considerados por Llorente y los enumerados por Mariana en su Historia de España, libro 24, cap. 17).

Para los quince primeros años, decreta Llorente diez ajusticiados anuales, ocho, para los veintitrés inmediatos, cinco; para los cuarenta y cuatro que siguen, cuatro; para los treinta y nueve posteriores, tres; y ara los cuarenta últimos, dos. En total para los 221 años del período del porque sí, se permite Llorente asesinar en el papel a 17,456 personas, que entran muy formales en su imponente cuadro de «víctimas de la Inquisición».

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vi. El Período Documental

Viene, finalmente, el período de 1745 a 1808, en que Llorente muestra basarse en los papeles -aunque no los exhibe-, y da las siguientes cifras precisas: los primeros quince años, total en los 17 tribunales, diez ejecutados; los veinte años siguientes, dos ejecutados; los cuatro años inmediatos, dos ejecutados; los veinticinco años restantes, ninguno. Total para los 17 tribunales, en 64 años: catorce personas muertas. Esto queda sujeto a comprobación, pero es verosímil. Tratándose cosas contemporáneas y en que cualquier viejo, por sus simples recuerdos, podría desmentirlo, supongo que Llorente no quiso exponerse a tan fácil ridículo y dejó dormir un poco la fantasía para atenerse a los documentos.

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vii. Balance General

El cómputo de Llorente, en resumen, puede clasificarse así:

[Nota de B&T: No confundir las siguientes cifras con los cómputos reales, las siguientes cifras constituyen los cálculos o sobreestimaciones de Llorente]

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I.- Años 1481 a 1489. Citas falsificadas de Mariana y Bernáldez

6,928

II.- Años 1490 a 1523. Inscripción imprecisa y de problemática autenticidad en Sevilla

7,416

III.- Años 1524 a 1744. Periodo del «porque sí»

17,546

IV.- Años 1745 a 1808. Período documental

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Total de ejecutados en 328 años: 31,904

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Comete el secretario varios errores aritméticos (900 en el primer período, 200 en el tercero), que por otro error feliz quedan casi compensados en la suma general. Ésta aparece por 31,912, implicando así un pequeño yerro de ocho unidades.

La duración de 328 años, bien puede ampliarse, sin modificación de ajusticiados, a 340; pues en 1808 el invasor Napoleón suprimió el tribunal, pero -con significativo contraste- lo restauraban las Juntas Patrióticas donde iban dominando; en 1813 las Cortes de Cádiz lo abolieron, pero fue restablecido a poco, y sólo desapareció definitivamente hasta 1820.

Llorente no saca el cuadro de los ajusticiados que corresponden a cada tribunal, pero lo he sacado yo con sus datos. Va en seguida, indicando entre paréntesis el año de fundación de cada tribunal, según el secretario; y advierto que de los catorce ajusticiados del período documental, aplico uno a cada uno de los primeros tribunales, pues Llorente no especifica a cuál corresponden:

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Sevilla (1481)

4,911

Córdoba (1483)

2,127

Jaén (1483)

2,127

Toledo (148?)

2,127

Extremadura (1485)

2,049

Valladolid (1485)

2,039

Calahorra (1485)

2,039

Murcia (1485)

2,039

Zaragoza (1485)

2,039

Valencia (1485)

2,039

Barcelona (1487)

1,951

Mallorca (1487)

1,951

Cuenca (1514)

1,463

Granada (1524)

1,119

Canarias (1524)

1,118

Santiago (1573)

696

Madrid (1705)

80

Total: 31,904

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viii. Dos Botones de Muestra

A pesar de los documentos destruídos por el propio Llorente y por algunas revoluciones redentoras, subsisten innumerables papeles inquisitoriales a disposición de los estudiosos. Y dondequiera que se hace una comparación documental, Llorente sale descalificado.

Así quedó ante el protestante alemán Ernesto Schaefer, cuyas cuentas exactas por ciertos períodos constan en su obra sobre la Inquisición.

Pero me parecen más expresivos los resultados que encuentro, verbigracia, en los tribunales de Córdoba y de Canarias. Basten estos dos como botones de muestra.

El licenciado Gaspar Matute y Luquín -seudónimo de don Luis María Ramírez de las Casas Deza, autor insospechable si se atiende a los donaires que contra la Inquisición desparrama en las notas de su libro-, publicó en 1839 una colección de los autos de fe celebrados en Córdoba, amplio distrito inquisitorial de los de actividad más intensa.

Constan las actas de cuarenta y cuatro autos de fe, y estímase que llegarían por todos a cincuenta (entre públicos y privados), durante los tres siglos y buen pico que existió el tribunal.

Pues bien: en esos cuarenta y cuatro autos resulta un total de treinta y seis ajusticiados. Agréguese lo que se quiera por los seis autos que faltan, ¡compárese ese resultado con el de dos mil ciento veintisiete que saca Llorente!

García Rodrigo, en su concienzuda Historia verdadera del Santo Oficio en Canarias publicada en 1874 por un autor adverso, relata seguidamente las actividades de aquel tribunal, que defendió, por cierto, la libertad de los indígenas contra los traficantes que los aprehendían y vendían como esclavos.

Encontramos que el tribunal de Canarias inició sus trabajos en 1504 (no en 1524 como apunta Llorente), y en los primeros veintiseis años se registraron ocho o diez sentencias de muerte.

Ahí, como en todos los demás tribunales, la actividad inicial limpiaba el campo y luego declinaba notablemente el número de inculpados.

Pero en Canarias llegó a tanto la inacción, que ya en 1538, viendo la falta de trabajo, el Consejo mandó suspender los sueldos a los inquisidores.

Desde 1535 hasta 1568 inclusive, o sean 34 años, sólo hubo un auto de fe (en 1557), sin ninguna pena capital. En todo el Siglo XVI no volvió a verse más que un ejecutado, el año 1587, pero fue exceso del poder civil contra las reclamaciones de los inquisidores, que habían reconciliado al reo. ¡Y Llorente acumula año tras año sus víctimas quiméricas!

Hubo otro muerto de 1614 y hay duda de si en 1615 fue ajusticiado uno más, o sólo desterrado. A partir de esta fecha, pasaron cuarenta años sin instruir siquiera un proceso, y no volvió a registrarse, en más de dos centurias, ninguna pena capital. ¡Pero Llorente sigue imperturbable amontonando víctimas anuales, y nos da para Canarias un total de mil ciento dieciocho cadáveres, cuando es dudoso que llegaran a trece!

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ix. Conclusión

El fraude, la arbitrariedad, el absurdo capricho, presiden toda esta hidrópica contabilidad de víctimas ilusorias. Disponiendo Llorente de copiosísimos archivos inquisitoriales, pudo y debió atenerse a los documentos, sólo llenando con aproximaciones algunos huecos posibles. Pero hizo todo lo contrario: arrumbar los papeles y entregarse a antojos delirantes. Como sacó 31,904 muertos, pudo haber sacado el triple o la décima parte: sus números serían igualmente caprichosos, deleznables y nulos.

Después de este examen, creo que todos estaremos acordes en que tomar en cuenta esos números, aun con grandes rebajas y como simple referencia estimativa, sería ponerse en ridículo.

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Diez sorpresas inquisitoriales.

Invito al lector, cualquiera que sea su credo, a que abomine de la credulidad. Invito al lector, cualquiera que sea la configuración de su cabeza, a que no se deje tomar el pelo.

Tomadura de pelo y efervescencia de la credulidad son los cincuenta mil horrores, paparruchas, declamaciones y devaneos que a propósito de la Inquisición corren y medran y pululan en papeles ruidosos, en discursos volcánicos, en novelones y películas donde malignamente se desboca la fantasía truculenta.

Y precisa marcarlo, subrayarlo, recalcarlo muy bien.

No es asunto de religión, sino de historia. No materia de fe, sino de cultura. No cuestión de opiniones, sino de hechos.

Juzgue cada cual a la Inquisición como mejor le plazca. Pero júzguela por lo que era; por lo que hacía, no por lo que no hacía. Trate primero de enterarse, de situar, de entender.

Esto es pedir un mínimo de cordura. Y obtener un máximo de sorpresas. He aquí algunas.

He aquí, por lo que mira la Inquisición española, que es la que más negra ponen y la que tuvo existencia en el México colonial, unas cuantas verdades rudimentarias y humildísimas, que acaso para muchos tengan aire de escandalosas sorpresas.

1. ¿Usted cree que la Inquisición obligaba a las gentes a hacerse católicas?

Es como si usted creyera que México obliga a los extranjeros a hacerse mexicanos. México sólo obliga al mexicano a que no sea traidor a la Patria. Y gravísimamente castiga –como todas las naciones y con aplauso unánime- ese delito.

Así la Inquisición –tribunal con jueces eclesiásticos y sanciones civiles- obligaba al católico a no ser traidor a su religión. En ella veían el nervio y la médula de la Patria. Todo el mundo estaba entonces de acuerdo en que se castigara la traición a la religión como un terrible delito. A nadie le extrañaba tal proceder y todos lo aplaudían.

Pudiera ser que, dentro de algunos siglos, en algún mundo internacional o supranacional, pareciese monstruoso castigar como crimen la traición a la Patria. Pero sería poco inteligente el hombre de entonces que tuviera por monstruos a los de ahora que –de acuerdo con la totalidad de sus contemporáneos- castigan esa traición.

Y así es poco inteligente el hombre de ahora que tiene por monstruos a los de antaño que –en armonía con el sentir de la unanimidad de sus coetáneos- castigaban la traición a la religión.

2. ¿Cree usted que la Inquisición oprimía la consciencia de los judíos y los moros?

Pues cree usted confusamente.

El judío fiel a su religión judía, el moro fiel a su religión mahometana, eran absolutamente respetados y tenían libertad legal no sólo para practicar su religión, sino para transmitirla a sus hijos.

Pero el judío que fingidamente se había convertido al catolicismo y luego “judaizaba”, sí era castigado. El moro que falazmente entraba al gremio católico y proseguía en su mahometanismo, sí era punido.

Con éstos, únicamente con éstos –y no con los judíos y los moros siempre fieles a su credo-, era con los que se las había el Santo Oficio.

Aquí, como con los católicos de origen, manifestábase el mismo criterio de vedar y reprimir lo que se estimaba deslealtad, infidelidad, traición.

3. ¿Eran horribles los tormentos inquisitoriales?

Sí, eran horribles. Pero muchísimo menos horribles que los usados por todos los demás tribunales de su tiempo.

Lo notable de la Inquisición no era la crueldad, sino la relativa templanza de sus procedimientos. Contra el prejuicio común, decir “tormentos inquisitoriales” no es ponderación, sino reducción; no es aumentativo, sino disminutivo.

Cuando absolutamente en todos los países del mundo y en todos los tribunales conocidos se empleaba la tortura, el tribunal del Santo Oficio la empleaba también  –no como castigo, sino como recurso extremo de averiguación-. Pero la empleaba con una moderación y parsimonia entonces inusitadas.

No se prodigaba la tortura; innumerables procesados no la conocían. Únicamente se aplicaba –previo especial dictamen de los jueces- al reo que, estando convicto de su culpa, manteníase obstinado en no confesarla.

Y aplicábase, no por saña, sino por ley; con todos los testigos y formalidades establecidos; con minuciosa anotación escrita de los detalles del acto; limitando el tormento a la mira de obtener la confesión; proporcionando a la resistencia del reo; atendido y curando a éste después.

En esto, como en las cárceles, el trato y todo el régimen penitenciario, el Santo Oficio abrió rutas de moderación y humanidad. Nada, por supuesto, de emparedamientos y demás fábulas para bobalicones. “La Inquisición de España casi era benigna y filantrópica, comparada con l oque en aquella edad durísima hacían los Tribunales y Gobiernos y pueblos”, escribe Don Juan Valera (Discursos académicos. Respuesta a Núñez de Arce).

¿Qué hay que decir, en suma? Que cuando la tortura era práctica universal, la Inquisición la usó con más moderación que nadie. Y que la Inquisición fue el primer tribunal del mundo que abolió de hecho la tortura.

La cual todavía ahora –y ya ha corrido agua desde entonces-, tiene existencia legal en algunas regiones del Estados Unidos, y aplicación extralegal en otras partes del mundo.

Los inquisidores que decretaban o presenciaban la tortura no eran almas de hielo y de tiniebla, sino funcionarios que cumplían un penoso deber; como actualmente el oficial que dirige una legítima ejecución y los soldados que disparan, pueden y suelen ser honrados padres de familia que llevan caramelos a sus chicos.

4. ¿Usted se imagina que la Inquisición era odiada por el pueblo?

Exactamente al revés.

Era querida con entusiasmo. Interpretaba y defendía el sentir unánime. Constituía una auténtica encarnación democrática. Era avasalladoramente popular. Verdad de tanta evidencia, que la confiesan y proclaman protestantes como Ticknor y Prescott, o heterodoxos como Revilla y Unamuno.

5. ¿Usted cree que Torquemada era algún fenómeno de maldad? ¿Hasta el nombre le suena terrorífico, mixtura de torcer y quemar, evocación de potros y de hogueras?

Pues fray Tomás de Torquemada era un rectísimo varón y religioso intachable, ejemplar confesor de una reina ejemplar: Isabel la Católica.

A él. Primer inquisidor, y a sus sucesores en toda una centuria tenía el incorruptible e inexorable Mariana por personas “muy enteras y muy santas”, y al tribunal estimábalo ventura, don del cielo y salvación para su Patria. (Historia de España, libro 24, cap. 17).

Como Mariana pensaban todos los contemporáneos eximios: Zurita, Teresa de Jesús, fray Luis de Granada… Y entre nosotros fray Juan de Zumárraga, fray Ángel de Valencia y otros apóstoles franciscanos.

¿No es cosa de ponerse a recapacitar si andaremos mal informados y poco comprensivos, al juzgar de lejos negror y crimen lo que aquellos hombres integrísimos, de cerca y con pleno conocimiento de causa, juzgaban claridad y bendición?

6. ¿Usted sabe que la Inquisición empezaba siempre sus actividades con un “edicto de gracia” –que luego repetía de tiempo en tiempo-, invitando a los que se estimaran culpados a presentarse a “reconciliación”, y perdonando a quienes lo hacían?

¿Sabe usted que fue justamente Torquemada quien fundó la costumbre que perduró invariable?

He aquí algunas frases de su edicto de gracia expedido en Santa Fe, cerca de Granada, el 8 de febrero de 1492:

“E porque nuestra voluntad siempre fue y es de cobrar las ánimas de los semejantes que por este pecado (herejía) han estado y están perdidas y apartadas de nuestra santa fe católica… y por usar con tales de misericordia y no de rigor, por la presente damos seguro… para que puedan venir y vengan libre y seguramente ante nós…; certificándoles que si vinieren los recibiremos a reconciliación secreta de sus crímenes y delitos, muy benigna y misericordiosamente, poniéndoles penitencias tales que sean saludables para sus ánimas, usando con ellos de toda piedad cuanto en nós fuere y pudiéramos, no obstante cualesquiera procesos que contra ellos sean fechos y condenaciones que se hayan seguido…” (Llorente: Historia de la Inquisición. Apéndice).

No parece éste el lóbrego Torquemada ni ésta la tenebrosa Inquisición que danzan en inconsultas fantasías. No se percibe aquí propósito de furor, sino de benignidad. No ansía de prodigar castigos, sino de ahorrarlos.

7. ¿Piensa usted que la Inquisición era un arma dominadora y opresiva de “los curas” sobre los demás?

Deseche el mal pensamiento. “Los curas” andan entre los que más sufrieron con la Inquisición.

Porque ocupándose ellos, como ella, en cuestiones teológicas y doctrinales, el encuentro era natural y frecuentísimo. Y así el cardenal de Toledo y primado de España, así a fray Luis de León y a otros innumerables, siguióseles proceso en el Santo Oficio. Y estaban ellos perfectamente de acuerdo en que se les siguiese, aunque pudiesen no estarlo en el giro que, tal cual vez, ahora estamos de acuerdo en que rija un reglamento de tránsito y haya sanción a los infractores, aunque podamos discutir si en tal caso particular procede o no que se nos cobre multa. Y cerrando la comparanza; más ocasión de “choque” con el reglamento tiene el que dirige automóvil que el modesto peatón, como más ocasión de “choque” con el Santo Oficio tenían los eclesiásticos que los simples seglares.

Esto en lo intelectual. Y en lo moral, sobre el mundo eclesiástico pesó reciamente la Inquisición, castigando a malos sacerdotes que abusaban de su ministerio, a religiosos que faltasen a sus votos y deberes, a monjas fingidoras de raptos y milagros, a beatos y beatas que entendieran en cualquier linaje de “piadosa” superchería. Todo hombre recto y enemigo de embustes y supersticiones, aplaudirá en el Santo Oficio esta labor ingente y benemérita de salubridad.

Nada de engreimiento y delicia para “los curas” en la Inquisición. No hay peor cuña que la del propio palo.

8. ¿Se imagina usted que la Inquisición ahogaba el pensamiento?

Pues da la casualidad de que los siglos dieciséis y diecisiete, edad de oro de la Inquisición, fueron la edad de oro de las letras hispanas.

¿Cuándo se ha pensado y escrito con más ímpetu, personalidad y valentía que en la España de Vives y de Soto, de Suárez y Victoria? ¿Pueden darse censores más amargos y crudos que un Bartolomé de las Casas o un Juan de Mariana? ¿Cuál vena satírica más desgarrada, irreverente y libre que la de Mateo Alemán o la de Francisco de Quevedo? ¿Dónde el océano de la vida y totalidad humana que hierve en el Quijote de Cervantes o en el teatro de Lope de Vega?

Por hondo arranque y convicción, todos aquellos hombres eran espontáneamente católicos. Escribir en católico no significaba para ellos limitación, sino plenitud.

9. ¿Usted sabe que en México los indios estaban expresamente exentos de la jurisdicción del Santo oficio, y que –salvo algún caso de excepción, al principio, que por cierto le atrajo severísimo extrañamiento al gran obispo Zumárraga- nada tuvieron ellos que sentir por las actividades inquisitoriales?

Pues así fue, de acuerdo con mandatos de Carlos V y de Felipe II, que rigieron entonces la realidad y que esmaltan ahora la Recopilación de Leyes de Indias. (Libro primero, título 18, ley 17; libro sexto, título I, ley 35).

Y al decretarse el establecimiento solemne del Santo Oficio en México, don Diego de Espinosa, inquisidor general y Presidente del consejo de Su Majestad, daba a los inquisidores de acá particulares instrucciones –fechadas en Madrid el 18 de agosto de 1570-, y la número 35 rezaba así:

“Item, se os advierte que por virtud de nuestros padres no habéis de proceder contra los indios del dicho vuestro distrito, porque por ahora, hasta que otra cosa se os ordene, es nuestra voluntad que sólo uséis de ellos contra los cristianos viejos y sus descendientes y las otras personas contra quien en estos reinos de España se suele proceder; y en los casos de que conociereis iréis con toda templanza y suavidad y con mucha consideración, porque así conviene que se haga, de manera que la Inquisición sea muy temida y respetada y no dé ocasión para que con razón se le pueda tener odio”. (Documentos, Jenaro García).

Donde se pone de resalto el fuerte propósito de moderación y rectitud, y explícitamente se confirma la exención para los indígenas, que sin mudanza fue practicada hasta el fin, y que conocen y declaran todos los que han querido enterarse, incluso –a pesar de sus prevenciones- Don Vicente Riva Palacio: “Los indios estaban fuera del poder y de la jurisdicción del Santo Oficio” (México a través de los siglos, tomo II, página 428).

De suerte que si en la Inquisición quiere verse crueldad, no alcanzó para nada a los indígenas. Los indianistas pueden estar de plácemes y agradecer al Santo Oficio su dulce y respetuosa inhibición.

10. ¿Supone usted que la Inquisición costó un diluvio de sangre y un torrente de vidas?

¿Cuántos muertos calcula usted que ocasionó la Inquisición en México –no ejecutados por el poder eclesiástico, sino exclusivamente por el poder civil y de acuerdo con las leyes civiles-, durante el larguísimo correr de tres siglos y sobre un inmenso territorio que duplicaba el actual?

¿Le pondremos cien mil?… ¿Cincuenta mil?… ¿Diez mil?…

Descepciónese usted; cuarenta y tres personas. (Cómputo de cuevas, Historia de la iglesia en México, que modifica ligeramente el de Icazbalceta: 41, y el reproducido por González de Obregón en México viejo: 51).

En tres siglos, cuarenta y tres personas.

Es decir: en trescientos años lo que ahora se despacha en un día cualquier Gobierno para reprimir cualquier conato de rebelión.

¡Una verdadera pifia inquisitorial!

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UNA MANU SUA FACIEBAT OPUS ET ALTERA TENEBAT GLADIUM

Nehemías IV, 17 “…con la una mano trabajaban en la obra, y en la otra tenían la espada”

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Respuestas

  1. El poder político y la convicción religiosa descaminada empujaron a la Iglesia católica romana a tomar la espada para acabar con la oposición. Se dedicó a perseguir a los herejes. Los profesores de Historia Miroslav Hroch y Anna Skýbová, de la universidad de Karls, en Praga (Checoslovaquia), relatan cómo actuaba la Inquisición, el tribunal especial creado para castigar a los herejes: “Contrario a la práctica general, los nombres de los informadores […] no tenían que revelarse”. El papa Inocencio IV emitió en 1252 la bula “Ad extirpanda”, que permitía la tortura. “La quema en la hoguera, el método habitual empleado para dar muerte a los herejes allá en el siglo XIII, […] tenía su simbolismo, implicaba que por administrar este tipo de castigo, la Iglesia no era culpable de derramamiento de sangre.”
    Los inquisidores castigaron a decenas de miles de personas. A otros miles se les quemó en la hoguera, lo que llevó al historiador Will Durant a comentar: “Aunque hagamos todas las concesiones que se requieren de un historiador y se permiten a un cristiano, tenemos que clasificar a la Inquisición […] entre las mayores monstruosidades de la historia de la humanidad, pues reveló una ferocidad desconocida en cualquier bestia”.
    La Inquisición nos recuerda las palabras de Blaise Pascal, filósofo y científico francés del siglo XVII: “El hombre nunca hace el mal de manera tan completa y de tan buena gana como cuando lo hace por una convicción religiosa”. A decir verdad, blandir la espada de la persecución contra personas de diferentes creencias religiosas ha sido característico de la religión falsa desde que Caín mató a Abel. (Génesis 4:8.)

    • «Guatton»:
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      “Contrario a la práctica general, los nombres de los informadores […] no tenían que revelarse”.. ¿Cuál práctica general? El que no se conociera esta identidad redunda en la misma seguridad de quien acusa, pues muchas veces la acusación recaía sobre gente adinerada y con poder, como algunos judíos, no era fuera de lo común que se emprendieran represalias contra quienes denunciaban. No bastaba denunciar, es decir, los rumores no constituían pruebas para que un caso llegara hasta las últimas consecuencias, en todo caso, el acusado podía defenderse y tenía a su disposición un abogado defensor de oficio. ¿Cuál es la explicación que muchos autores anticatólicos dan para este hecho si no es más que dejar volar la imaginación de los lectores?
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      El papa Inocencio IV emitió en 1252 la bula “Ad extirpanda”, que permitía la tortura. Si, pero no se utiliza indiscriminadamente, sólo se usa en caso especiales, donde existen fuertes indicios de culpabilidad, no es el método habitual, los registro demuestran que rara vez sobrepasan los 15 minutos, nunca se hace más de una vez, está prohibida la mutilación, el daño severo o poner en peligro de muerte, un médico debía estar presente así como un representante de la autoridad eclesiástica local. Lejos de la leyenda negra y la leyenda popular, sólo tres métodos de tortura se aplicaron en la Inquisición. Nuevamente, en un enunciado se deja demasiado a la imaginación del lector, convenientemente dejando a un lado los detalles.
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      “La quema en la hoguera, el método habitual empleado para dar muerte a los herejes allá en el siglo XIII, […] tenía su simbolismo, implicaba que por administrar este tipo de castigo, la Iglesia no era culpable de derramamiento de sangre.” ¿Símbolismo?, no realmente. «Relajar al brazo secular» es una frase de la época y descriptiva en sí que quiere decir que el sentenciado a muerte se deja en manos del poder secular o civil para llevar a cabo la sentencia. ¿Será necesario agregar que tal castigo estaba estipulado en las legislaciones civiles?
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      Los inquisidores castigaron a decenas de miles de personas. A otros miles se les quemó en la hoguera, lo que llevó al historiador Will Durant a comentar: “Aunque hagamos todas las concesiones que se requieren de un historiador y se permiten a un cristiano, tenemos que clasificar a la Inquisición […] entre las mayores monstruosidades de la historia de la humanidad, pues reveló una ferocidad desconocida en cualquier bestia”. Los castigos de la Inquisición en su mayoría consistían en penitencias: oración, portar «sambenitos», peregrinaciones, etc.; menos de 5 mil fueron sentenciados a muerte en 350 años, mediando en su gran mayoría procesos judiciales justos donde se buscaba el arrepentimiento más que el castigo, es un hecho que todos los sentenciados a muerte eran reincidentes, es decir, que fueron procesados previamente y abjuraron de sus ofensas, sin embargo, reincidieron. En América, y particularmente en Nueva España, menos de medio centenar de personas en 250 años fueron sentenciados a muerte (43 aprox. -cuarenta y tres-). Will Durant siendo todo lo buen historiador que se quiera tiene su lado anticatólico, aunque en su obra existan muchas concesiones a la Inquisición y sobre todo a la crítica de los procesos análogos en el protestantismo, en todo caso, ¿cuáles hechos deberemos de tener en cuenta para que el Sr. Durant sostenga tal aseveración?
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      La Inquisición nos recuerda las palabras de Blaise Pascal, filósofo y científico francés del siglo XVII: “El hombre nunca hace el mal de manera tan completa y de tan buena gana como cuando lo hace por una convicción religiosa”. A decir verdad, blandir la espada de la persecución contra personas de diferentes creencias religiosas ha sido característico de la religión falsa desde que Caín mató a Abel. (Génesis 4:8.) Esto simplemente es un sinsentido, la Inquisición no procesaba a quienes tenían otras religiones, procesaba a quienes se atrevían a hacer pública una herejía o una blasfemia en las sociedades cristianas (o católicas). Las motivaciones de las Inquisiciones fueron la manifestación pública de la herejía y la blasfemia y el daño a la sociedad (espiritual y material) por las diferentes herejías: cátaros y judaizantes, principalmente. Quienes sí podían perseguir por sólo pertenecer a una religión diferente eran los protestantes, quienes se ensañaron con los católicos y podían procesarlos sólo por ser católicos, los desterraban, les quitaban sus propiedades o los mataban. En cuanto a Blas Pascal fue católico con tendencias jansenistas, sin embargo, sería interesante conocer el contexto de tal frase que en todo caso podría reformularse de la siguiente manera: «El hombre nunca hace el mal de manera tan completa y de tan buena gana como cuando lo hace por una convicción religiosa deformada» [lo cual es el caso del mismo Pascal y su adherencia al jansenismo y quizás sus rencillas personales con los jesuitas], temo que este es otro caso de dejar demasiado a la imaginación de los lectores sin conocer el fondo de las cosas. Blas Pascal también dijo: «Los hombres desprecian la religión, ellos la odian porque temen que sea verdad, debemos comenzar mostrando que la religión no es contraria a la razón, que es venerable inspirar respeto por ésta, sólo entonces debemos hacerla agradable, hacer que los hombres tengan la esperanza en su veracidad, finalmente, debemos demostrar que es verdadera.» (Blaise Pascal, Pensées); esta última frase del mismo Pascal iría totalmente en contra del sentido que el autor que Ud. cita quiso darle.
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      PD: La cita de Pascal que refiere de sus Pensées es la 895 [http://www.ccel.org/ccel/pascal/pensees.xv.html], es interesante lo que dice la 896: «It is in vain that the Church has established these words, anathemas, heresies, etc. They are used against her.» (En vano la Iglesia ha establecido estas palabras, anatemas, herejías, etc. Éstas son utilizadas en su contra) Lo cual es exactamente el espíritu de la leyenda negra y de la historiografía poco profunda que se dedica a exhibir medias verdades. La 858 dice así: «The history of the Church ought properly to be called the history of truth.» (La Historia de la Iglesia podría llamarse apropiadamente la historia de la verdad.) La 859 dice así: «There is a pleasure in being in a ship beaten about by a storm, when we are sure that it will not founder. The persecutions which harass the Church are of this nature.» (Es un placer estar en una nave -la Iglesia- azotada por la tormenta, sabiendo que no se irá a pique. Las persecuciones -o tormentas- que acosan a la Iglesia son de esta naturaleza.) El contexto es claro ahora, Pascal criticaba a los hombres de su época, jamás a la Iglesia de la cual se expresa con estas palabras ni contra la religión católica (en su modo particular de ver las cosas a este respecto).

  2. Con anterioridad había escuchado algo en el sentido de que se exageraba lo relativo acerca del comportamientos del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, especialmente en el de la Nueva España, que siempre fue una dependencia de española, que según tengo entendido, la corona española, obtuvo del papa forzándolo, a que lo autorizara a controlarlo en sus dominios, p.ej., nombrando a los inquisidores que por tal motivo, ya no obedecían al papa, sino al monarca; desde hace tiempo he leído acerca de éste tribunal sin prejuicios religiosos, exactamente como aquí se indica, que actuaba de manera muy arbitraria y tenebrosa, además con la finalidad entre otras, de infundir temor para afianzar al gobierno virreynal, comportamiento de esta institución que en este libro se estudia y llega diversa conclusión, pero en efecto, son tantos los argumentos esgrimidos históricamente en su contra, que resulta muy difícil que el común de las personas, lo entienda de manera diferente.
    En el programa de radio que se denomina «El Siglo Diecinueve», que conduce el Licenciado Juan Manuel Villalpando, Director General del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, fue que escuche los datos del libro denominado «inquisición sobre la inquisición», del autor ALFONSO JUNCO, que por supuesto, leeré en su totalidad. felicidades.

    • Es un hecho que este tema siempre ha sido manipulado para atacar a la Iglesia, principalmente por parte del protestantismo e incluso el judaísmo, sin embargo, una vez que este tema se desmitifica puede uno darse cuenta de ello y de que al contrario era un tribunal adelantado a su tiempo. Algunas veces he escuchado al historiador que refiere, me parece que en lo general es objetivo, hace poco este historiador hablaba acerca de que la Edad Media no era, como la leyenda negra popular lo maneja, una época oscura u oscurantista, sin embargo, a mi criterio, seguía popularizando ciertos mitos, como el de la teoría de la tierra plana al momento en que se daba la preparación del viaje de Colón, sería deseable que aquí también se ejerciera cierto rigor histórico y no sólo perpetuar una leyenda de marineros como si hubiese sido parte de todos los estratos de la sociedad, incluido el religioso y el nobiliario.

  3. […] […]


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